Hermoso almuerzo - dijo el verdugo mientras duró su escuerzo.
Su próximo labor lo miraba como a las páginas de su vida, desde una esquina en su celda.
Aún no recordaba cual de todas sus injurias contra la humanidad había sido la que lo depositaría de una vez en su propia jaula.El verdugo tomó su servilleta de tela y termino de ensuciarla mientras sus ácidos estomacales ya comenzaban a trabajar.
No faltaba mucho para que el espectaculo tuviera lugar en la plaza central, donde algunos criminales de la aldea jadeaban su último adiós.
Antes de comenzar a enjuagar su hacha, golpeo unas veces el mango contra el suelo para corregir su estabilidad. El agua dejaba atrás un reciente pasado sangriento en las piletas de higiene público.
Se acercó hasta su gran piedra de afilar para invitar a la bahía de su cuchilla a un último vals. Las grandes y poco cuidadas manos del verdugo sujetaban con el cariño más sincero la hoja del arma mientras se deslizaba en forma de hipérbola.Cuando consideró que ya estaba lista para su funcionamiento, tomó su uniforme: una máscara de tela oscura arrancada de una túnica usada. Solo eso. El olor a muerte le concentraba para no desviar su pensar lejos de su labor. Una vez listo, dió la orden a los guardias encargados de la celda.
Los calabozos no se hallaban lejos de su destino final pero el viaje del condenado se hacía cada vez más largo. Dejaba en cada paso la totalidad de su voluntad para no ser él mismo el que estuviera en esa posición.
Cuatro brazos de dos guardias lo sujetaban y lo paseaban por los pasillos del mercado central. Lo que indicaba que ya casi llegaría a la plaza. Y fue así porque el bullicio de los habitantes sedientos de diversión sana ya se hacían escuchar a medida que se acercaba.
El griterío y desorden vocal hacía dificil la tarea de ordenar sus pensamientos.
Llegando por detrás del escenario principal, pudo ver que su último enemigo ya lo esperaba allí. Dos obispos suplentes y su mandamás disfrutaban los rayos del Sol sobre sus caras en un mediodía condimentado con sabor a últimos minutos de una mañana.
Su caminar sobre los 7 escalones de madera que separaban el suelo del escenario, funcionaban como silenciador entre la multitud presente. Pues el momento por el que todos estaban ahí ya llegaba.Hasta llegar a su totalidad, el silencio se sumergió en la plaza, recorriendo la garganta de los presentes. Lo que dió por hecho que todo ya estaba listo.
Los obispos se pusieron firmes, secretiaron algo entre sí, y sujetando sus libros de cuentos con una mano le dieron a su gente y su condenado el más desnutrido de los sermones. Como si de un recordatorio más se tratara.
Solo un comisario fue quien ayudó a colocar la fuente de pensar del condenado sobre su cuna final. Como si se hubiera olvidado, el verdugo buscó por un segundo contado a su hija que se hallaba posada verticalmente contra el sostén de cabezas.El brillo de nuestra estrella más majestuosa rebotaba y se reflejaba por lo largo y ancho del hacha.
La multitud ya sabía eso, y hasta sabía cuales eran los juguetes favoritos del protagonista antagonista de la escena.
Sostenido por sus rodillas y palmas, el condenado aguardaba. Sus ropas maltratadas dejaban ver el maltrato que su cuerpo ya había recibido, fruto de la escasa alimentación e higiene. El interior de sus iris se posaba en el de todos los presentes para así recordar mejor su funeral.El verdugo se acomodó su uniforme y tomó el largo mástil.
Una mano sujetaba con poca fuerza la parte inferior y la otra, la zona central como una fuerza desmedida. La alzó y dejó a la cuchilla dormir una pequeña siesta sobre su hombro. La despertó, la volvió a alzar y como la aguja de un reloj, el arma en el cielo estaba a punto de marcar una nueva hora.
Un segundo más tarde, volando hacia abajo, con un impacto seco, corto y prólijo: el hacha atravesó el cuello y separó la cabeza del prisionero de su cuerpo para siempre. Un ser con dos brazos y dos piernas sin una cabeza ya dormía sobre el rectangular escenario.
La labor ya estaba cometida.
Los habitantes de la aldea estallaron en festejos y blasfemias mientras se retiraba el cuerpo decapitado y se lo llevaba a los pozos con algunos otros más. La sangre no era un problema, ya que habia terminado de drenar en la misma canasta donde habia terminado todo.
Y así, su último mediodía de trabajo finalizaba, el ya no verdugo recibiría su última remuneración esa misma tarde.