Capitulo 1.1. La llegada.

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El náufrago no encontraba ninguna señal del barco ni de sus compañeros. El sol aún no se asomaba en el horizonte, pero había suficiente luz para contemplar los detalles de la playa. En su mente había una gran confusión. Los recuerdos llegaban, pero no explicaban con certeza todo lo que había vivido unas horas antes. No estaba seguro de que lo sucedido fuera real o que hubiera sido un sueño. Todo pasó tan rápido. No sabía en qué tierras extrañas había puesto el pie. La vegetación y el calor indicaban que podría estar en África, y eso era lo más posible. ¿Cómo pudo haber llegado tan lejos en tan poco tiempo? La expedición navegaba en una ruta muy alejada de este continente, la mañana anterior habían dejado atrás cabo Dursey, en Irlanda. Se concentró en su seguridad, podía ser atacado por algún animal o, quizá, los habitantes de ese territorio le harían prisionero y le venderían como esclavo en algún mercado de oriente.

Echó a andar por la playa. Al principio tratando de poner distancia con la vegetación. Temeroso de que alguna fiera saltara y le atacara. Conforme el sol iluminaba al mundo con mayor intensidad, sus temores se fueron atenuando y se acercó a la maleza, buscando sombra, agua y algo que comer.

Encontró unos frutos extraños, pero no se atrevía a probarlos por miedo a consumir alguna sustancia venenosa. Encontró un árbol donde vio los restos de la fruta mordisqueados por algún animal. Quizá alguna ardilla o algún mono. La cáscara era gruesa y dura, pero en el interior había una carne tierna, sabrosa, dulce y jugosa que envolvía unas semillas grandes, duras, ovaladas, brillantes y de color marrón oscuro. A unos pasos de ahí, encontró un pequeño arroyo de agua limpia.

En su cinto llevaba un pequeño cuchillo. Era más una herramienta que un arma. Con este cortó las puntas de una larga vara que esperaba que sirviera como bastón y, en caso necesario, para defensa. Por un momento pensó en hacerle una punta aguda, pero prefirió dejar los extremos romos. Después, siguió caminando.

La posición del sol indicaba que pasaba del mediodía y se detuvo a descansar. Durante todo el camino estuvo observando el horizonte en busca de señales de alguna embarcación, y viendo hacía el interior de la costa, en busca de seres animados. No obtuvo nada en ninguno de los dos lados. Estaba fatigado, no solo por la caminata de esa mañana, también la lucha que había librado en la madrugada para no morir ahogado. A la sombra de unas palmeras, se recostó en un suave césped y se durmió.

Unas horas después, al despertar, a la distancia de unos pasos, notó huellas de pisadas de aves. Entonces notó que no había visto u oído ninguna ave y, de hecho, ningún otro animal, solo los testimonios que dejaron: las huellas de los pájaros y las frutas mordisqueadas.

Continuó con la marcha. Al poco tiempo vio algo que le pareció un sendero. Sabía que los animales también pueden hacer senderos en medio de la maleza, si es el camino habitual para encontrar alimento o agua. Decidió que era arriesgado y abandonó la idea de averiguar hacia dónde conducía. Siguió caminando por la playa.

Llegó a un punto donde tuvo que trepar por unas rocas. En ese momento el sol comenzaba a declinar. Cuando subió a la cima de aquel montículo de piedra, pudo ver a lo lejos un hilo de humo surgiendo de la selva. Pensó que alguien debería estar cocinando. Se sintió entusiasmado por encontrar una señal de vida humana, aunque no dejó de considerar que estaba en tierra extraña y no debía confiarse. Caminó, siguió la playa por una hora más. las sombras de las palmeras se alargaban sobre la arena. Estaba hambriento.

No se percató del momento en que dos hombres se acercaron a él. De pronto echó una mirada sobre su hombro y descubrió que lo seguían. ¿Desde cuándo? Asustado, tomó el bastón y los enfrentó. Los dos hombres dieron un paso hacia atrás, alzaron los brazos y abrieron las manos.

—¡Atrás! —Gritó. 

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