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Los esposos Jongcheveevat no siempre tuvieron su poder.

Antes de conocerse hubo un tiempo en el que eran un cero a la izquierda de la sociedad. Tratados peor que basura, siempre haciéndoles recordar que no eran nadie.

Varios años antes.

Un adolescente de quince años se encontraba vagando por las calles de uno de los barrios más bajos y peligrosos de Bangkok, aún sabiendo eso aquel muchacho no mostraba signos de temor. Se encontraba metido en sus pensamientos, pensamientos tan dolorosos como si estuviera recibiendo una apuñalada. No quería regresar a su casa, porque ese lugar no se le podía llamar un hogar. Pero debía hacerlo, tenía que estar al pendiente de su madre.

Avanzando entre calles pudo observar en un callejón como un grupo de cuatro adolescentes, tal vez un poco mayores que él, se reían a carcajadas dándole una paliza a un vagabundo. No quería meterse en problemas pero no podía dejar que aquellos se divirtiesen a costa de dañar a alguien más.

Tenía que ver cómo hacer para que dejaran en paz al pobre hombre.

-¡Oigan, déjenlo!- Al diablo, si se empezaban a acercar hacia él, correría hasta perderlos.

Todos los contrarios voltearon a verlo, hasta la persona en el suelo con su rostro un poco ensangrentado.

-Lárgate si no quieres terminar como él.- Habló uno del grupo dándole una patada en el estómago al herido.

-¡Que lo dejen tranquilo!- Viendo una tabla de madera carcomida en el suelo, el menor la tomó con una de sus manos y la lanzó hacia los otros, tratando de ahuyentarlos, pero sólo hizo que se enfurecieran.

Dos de ellos se empezaron a acercar, hasta que un sonido los hizo detenerse.

Una patrulla se estaba acercando.

-Viene la policía, vámonos.- El grupo, en cuestión de segundo, se habían largado cobardemente con miedo de que fueran detenidos al ser vistos. El más joven igual se retiró temeroso de ser culpado injustamente. No quería dejar al vagabundo agonizando en el suelo, pero al menos ya nadie lo estaba lastimando y parecía estable.

Continuó caminando durante un par de minutos más, que se le hicieron extremadamente cortos, para por fin llegar a una vieja y sucia casa. Respirando hondo, rogó por que su padre estuviera en cualquier lado menos ahí, antes de entrar al lugar por la puerta trasera.

Como siempre, la suerte no estuvo de su lado.

-¿Dónde estabas?- Aquella voz que tanto odiaba hizo eco entre las paredes mohosas.

-Fui por los medicamentos de mamá.- En su mano izquierda una pequeña bolsa de plástico contenía dos pequeñas cajas con pastillas, lo poco que el gobierno podía brindar gratuitamente.

-Ya te dije que dejes de darle esas cosas, no harán nada. Se morirá en cualquier momento y es mejor, así ya no dará problemas.- El cinismo en la voz del hombre sólo hizo que el contrario se enojase.

-Cállate.- Dijo alto, aún sabiendo que podía recibir una paliza por levantarle la voz, pero ya estaba harto.

-¿Qué dijiste?-

-Que te calles. Ella no morirá, sólo está enferma.- Dijo con la frente en alto fingiendo valentía.

-Pequeño bastardo, no vuelvas a hablarme de esa manera.- El hombre se acercó sin vacilación.

Y el tormento del más joven comenzó.

Fuertes azotes herían la joven piel de su espalda sin piedad alguna, leves quejidos se escuchaban en el lugar. Luego de un par de minutos el agresor satisfecho de su castigo salió de la casa dejando a un herido adolescente ya acostumbrado al dolor, éste se levantó del suelo dirigiéndose hasta una de las habitaciones.

Reyes del Inframundo | MewgulfDonde viven las historias. Descúbrelo ahora