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The Dursley Family

Un hombre apareció en la esquina de Privet Drive, apareció de la nada como si hubiera salido de la misma tierra.

En Privet Drive nunca se había visto al hombre este, era alto, delgado y de una edad muy avanzada a juzgar por su pelo y barba blancas cual nieve. Llevaba una túnica azul larga, una capa morada que barría la calle y unas botas de tacón alto y hebillas que resonaban en toda la calle haciendo este sonido el único a esa hora. Sus ojos azules cual cielo y unos lentes de media luna que sostenía su nariz, muy larga y torcida.

Revolviendo entre su capa, saco de esta lo que se asemejaba a un encendedor plateado. Lo llevo en alto para luego abrirlo haciendo que la luz más cercana se desvaneciera en un leve estallido, la acción la repitió doce veces más, dejando así la calle solamente alumbrada por unas tenues luces a lo lejos.

Finalmente a espaldas del hombre un gato maulló haciendo su presencia visible para el hombre el cual no le dirigió la mirada, guardó el apagador dentro de su capa nuevamente para luego dirigirle la palabra.

-Debí suponer que estaría aquí, profesora Mcgonagall- dijo el hombre.

Se volvió para sonreír al gato, pero éste ya no estaba. En su lugar, le dirigía la sonrisa a una mujer de aspecto severo que llevaba gafas de montura cuadrada, que recordaban las líneas que había alrededor de los ojos del gato. La mujer también llevaba una capa, de color esmeralda. Su cabello negro con algunas finas líneas blancas estaba recogido en un moño.  Parecía preocupada.

-¿Que tal profesor Dumbledore?- saludó esta educadamente mientras se ponía al lado de este para seguir la trayectoria del hombre.        

-¿Son ciertos los rumores Albus?- continuó esta dándole miradas de reojo bastante preocupadas mientras seguían su camino.

-Temo que si profesora, los buenos y los malos- respondió el hombre con una voz rasposa.

-¿Y los pequeños?- preguntó esta aún más preocupada por la afirmación recién dada del hombre.

-Hagrid irá por ellos- dijo este en un tono despreocupado mientras seguían caminando.

-¿Y cree que fue prudente confiarle a Hagrid algo tan importante como esto?- dijo esta un poco menos preocupada pues confiaba en que el hombre siempre haría lo correcto.

-Ah profesora a Hagrid le confiaría mi vida- dijo Dumbledore.

-No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar -dijo a regañadientes la profesora McGonagall. -Pero no me dirá que no es descuidado. Tiene la costumbre de... ¿Qué ha sido eso?-

Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba. Se fue haciendo más fuerte mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna luz. Aumentó hasta ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y entonces una pesada moto cayó del aire y aterrizó en el camino, frente a ellos.

La moto era inmensa, pero si se la comparaba con el hombre que la conducía parecía un juguete. Era dos veces más alto que un hombre normal y al menos cinco veces más ancho. Se podía decir que era demasiado grande para que lo aceptaran y, además, tan desaliñado... Cabello negro, largo y revuelto, y una barba que le cubría casi toda la cara. Sus manos tenían el mismo tamaño que las tapas del cubo de la basura y sus pies, calzados con botas de cuero, parecían crías de delfin. En sus enormes brazos musculosos sostenía dos bultos envueltos en mantas.

-Hagrid -dijo aliviado Dumbledore-. Por fin. ¿Y dónde conseguiste esa moto?

-Me la han prestado, profesor Dumbledore – contestó el gigante, bajando con cuidado del vehículo mientras hablaba-. El joven Sirius Black me la dejó. Los he traído, señor.

-¿No ha habido problemas por allí?

-No, señor. La casa estaba casi destruida, pero los saqué antes comenzaran a aparecer. Se quedaron dormidos mientras volábamos sobre Bristol.

Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron sobre las mantas. Entre ellas se veían dos pequeños, profundamente dormidos.
Bajo la mata de pelo negro azabache, sobre la frente, del pequeño niño y el dorso de la pequeña niña, pudieron ver unas cicatrices con una forma curiosa, como un relámpago.

-¿Fue... allí...?- susurró la profesora McGonagall.

-Sí –respondió Dumbledore-.Tendrán esas cicatrices para siempre.

-¿No puede hacer nada, Dumbledore?- preguntó la mujer algo triste por los pequeños.

-Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo tengo una en la rodilla izquierda que es un diagrama perfecto del metro de Londres. Bueno, déjalos aquí, Hagrid, es mejor que allí...? -susurró el profesor- terminemos con esto.

Dumbledore se volvió hacia la casa de los Dursley.

-¿Puedo... puedo despedirme de ellos, señor?-preguntó Hagrid. Inclinó la gran cabeza desgreñada sobre los mellizos y les dio un beso, raspándolos con la barba.

Soltó un sollozo que para el parecer de la profesora McGonagall era demasiado fuerte.

-Contrólate Hagrid o podrían descubrirnos- dijo este dándole un pequeño sermón como si el fuera uno de los estudiantes que a diario ella regañaba.

-Lo... siento –lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara con un gran pañuelo–. Pero no puedo soportarlo... Lily y James muertos... y los pobrecitos Ari y Harry tendrán que vivir con muggles...

-Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid- dijo la profesora McGonagall, dando una palmada en un brazo de Hagrid.

Mientras Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la puerta que había enfrente. Dejó suavemente a los pequeños en el umbral, sacó las cartas de su capa y las escondió entre las mantas de los niños, luego volvió con los otros.

Durante largo minuto los tres un contemplaron los pequeños bultos. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La profesora McGonagall parpadeó furiosamente. La luz titilante que los ojos de Dumbledore irradiaban habitualmente, parecía haberlos abandonado.

-Bueno -dijo finalmente Dumbledore-, ya está. No tenemos nada que hacer aquí. Será mejor que nos vayamos.

-Ajá –respondió Hagrid con voz ronca-. Más vale que me deshaga de esta moto. Buenas noches, profesora McGonagall, profesor Dumbledore.

Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, se subió a la moto y le dio una patada a la palanca para poner el motor en marcha.

Con un estrépito se elevó en el aire y desapareció en la noche.

-Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall –dijo Dumbledore, saludándola con cabeza. La profesora McGonagall se sonó la nariz por toda respuesta.

Dumbledore se volvió y se marchó calle abajo. Se detuvo en la esquina y levantó el Apagador de plata. Lo hizo funcionar una vez y todas las luces de la calle se encendieron, de manera que Privet Drive se iluminó con un resplandor anaranjado, y pudo ver a un gato atigrado que se escabullía por una esquina, en el otro extremo de la calle. También pudo ver los bultos de mantas en las escaleras de la casa número 4.

-Buena suerte, pequeños –murmuró el hombre. Dio media vuelta y con un movimiento de su capa, desapareció.

Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive. La calle permanecía silenciosa bajo un cielo de color tinta.

Aquél era el último lugar donde uno esperaría que ocurrieran cosas asombrosas. Harry se dio la vuelta entre las mantas, sin despertarse. Una mano pequeña perteneciente a la pequeña Ari se cerró sobre la carta y siguió durmiendo, sin saber que eran famosos, sin saber que en unas pocas horas los harían despertar, el grito de la señora Dursley, cuando abriera la puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iban a pasar las próximas semanas pinchados y pellizcados por su primo Dudley...

No podían saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían en secreto todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con voces quedas: "¡Por Ariadnna y Harry Potter... los niños que vivieron!"

𝔥𝔶𝔭𝔫𝔬𝔱𝔦𝔷𝔢𝔡| 𝘓𝘶𝘯𝘢 𝘓𝘰𝘷𝘦𝘨𝘰𝘰𝘥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora