2: Chico busca chica

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I
Esa noche tuve una pesadilla. Soñaba que andaba arriba de un elefante en
medio de la selva, el suelo quedaba como al final de un abismo y el
movimiento del animal me daba ganas de vomitar. El elefante golpeaba con su
trompa todo lo que se le cruzaba y aullaba más como un lobo que como un
elefante. En un momento, chocaba contra un árbol y yo veía que arriba estaba
Blancanieves con una mirada aterrada. Yo le pedía al elefante que se quedara
quieto pero seguía golpeando el árbol para que ella se cayera. Al final
Blancanieves saltaba al abismo y yo me tiraba del elefante.
Antes de llegar al piso me desperté. Encendí la luz porque en el fondo de
mí sentía que el elefante andaba todavía por la pieza. No vi ningún animal, en
cambio estaban todas las cosas habituales que me devolvían la paz perdida en
la selva: las carpetas de la escuela, la biblioteca, el escritorio, unos ejemplares de
Olé, la ropa del día anterior sobre la silla, una Ferrari de colección que había
sobrevivido a mi infancia, un cubo mágico, unas monedas, una Voligoma, el
muñeco de Boca que me había comprado mi papá una vez que fuimos a ver
Boca-Vélez, los pósters de Riquelme, de Maradona con la camiseta argentina, de
Michael Jordan cuando jugaba con los Chicago Bulls y de Los Caballeros de la
Quema. Más tranquilo apagué la luz y me quedé dormido. No recuerdo qué
soñé después.
Ese sábado llegué a la verdulería media hora tarde. Levanté la cortina,
saqué los cajones a la vereda y atendí a los clientes madrugadores. Pinocho
llegó al mediodía en vez de a las dos que era la hora de su entrada. Fue hasta el
almacén de la esquina, compró fiambre, pan, una gaseosa y nos hicimos unos
sándwiches.
—¿Adónde fuiste ayer cuando me dejaste con toda la gente acá? —me
preguntó.
—A ningún lado —se me ocurrió decir. Pinocho acomodaba las fetas de
salame y queso sobre el pan y luego le ponía una capa de mayonesa. Lo cerraba
con suavidad, como si fuera el cofre de un tesoro.
—Me pareció que ibas detrás de una chica.
—Más o menos —dije o balbuceé con la boca llena.
—Y no te dio cabida porque cuando volviste estabas pálido y con los ojos
afuera.
—Ni ahí.
Al rato llegó mi tío Roberto e hicimos las cuentas de las ventas semanales.
Estábamos ordenando todo y yo preparándome para encontrarme con los
chicos (nos íbamos a la cancha de El Porve) cuando en la puerta de la verdulería
paró un patrullero. Bajaron dos policías que entraron mirando como si
estuvieran por comprar el negocio. Adentro del auto había quedado otro.
—¿Quién es el dueño? —preguntó uno que tenía una cicatriz debajo del
ojo izquierdo. Mi tío se bajó de la banqueta y se adelantó unos pasos. Estaba
serio, muy serio.
—Soy yo, ¿qué necesitan?
—¿Cómo te llamás?
—Roberto.
—Escuchame, Roberto —dijo el otro—, yo soy el oficial Chuy y él es el
cabo Polonio. ¿Te molesta si me llevo algunas cositas para la patrona?
—¿Algunas cositas?
—Unas verduras para el puchero, y unas frutas para los pibes. Comen
como lampalaguas.
Mi tío me hizo un gesto para que los atendiera y el policía de la cicatriz me
empezó a pedir: tomates, zanahorias, un par de repollos, pelones, manzanas. El otro seguía mirando las paredes, los cajones, las frutas en exhibición, hasta que su mirada se encontró con Pinocho que, recién entonces lo descubrí, había
tratado de pasar desapercibido detrás de unos cajones.
—Epa, mirá a quién tenemos acá: Pinocho. No me digas que ahora
trabajás.
—Sí, trabajo —dijo y su voz salió distinta a la que le conocía.
—¿Y cómo está tu hermano? —le preguntó acercándose y con la sonrisa
del que tiene las mejores cartas del truco.
—Bien, está bien.
—Pinocho, te va a crecer la nariz. Nadie está bien en Olmos.
El otro policía seguía pidiéndome cosas, yo llenaba las bolsas pero trataba
de escuchar la conversación. El policía sonriente se puso a medio metro de mi
tío y le dijo:
—Escuchame, Roberto, fijate a quién tenés trabajando con vos. No sea que
te estén robando y no te des cuenta.
—Mis chicos trabajan bien —dijo mi tío.
—Tus chicos —movió la cabeza negativamente como si todo fuera un
juego y mi tío hubiera dado la respuesta incorrecta. El cabo Polonio tenía los
brazos llenos de bolsas.
—Gracias, Roberto —le agradeció el oficial Chuy mientras comenzaban a
irse—. La patrona va a estar agradecida. Si tenés algún problema o si necesitás
apurar algún trámite vení a vernos a la seccional.
Subieron al auto y arrancaron lentamente. Mi tío golpeó sus palmas:
—Vamos, señores, aquí no pasó nada. Acabamos de pagar nuestro
impuesto a la tranquilidad. Unas frutas y unas verduras es un precio barato, se
los aseguro. Y vos, Pinocho, cambiá la cara que a mí me importa cómo laburás y
lo que yo pienso de vos. No lo que digan dos mangueros de zanahorias que
andá a saber si se llaman como dijeron.
II
Cuando uno tiene tiempo de planear las cosas, siempre salen mejor. O
todo lo contrario. El lunes yo sabía lo que iba a hacer. Alrededor de las cinco me
puse a acomodar los cajones de tomates que había en la vereda. Por el rabillo
del ojo controlaba la llegada de Blancanieves y los siete enanitos. Cuando
estuvieran a la altura de la verdulería, sabía bien lo que haría.
—Hey, pibe —le dije al chiquito que me había pedido una naranja el
viernes. Me miró y le ofrecí una. Se acercó y la agarró. Los otros enanos también
se acercaron y recién entonces descubrí que no eran siete sino cinco: dos
chiquitas y tres varones. Blancanieves se quedó a un par de metros mientras los
demás buscaban sus naranjas a las que le mordían la punta, escupían la cáscara
y chupaban sacándole el jugo.
Yo sabía lo que le iba a decir:
—¿Y vos cómo te llamás? —le pregunté a Blancanieves.
Ella tardó unos segundos, como si no se acordara de su nombre.
—¿Y a vos qué te importa? —me contestó con su dulce voz. Siguió
caminando y los enanos la siguieron. Ahí descubrí la otra cara del amor: el odio.
Por un buen rato odié a esa rubia despeinada de guardapolvo descosido. Estaba
furioso contra mí mismo, por andar regalando naranjas, por haber dejado
afuera de mi corazón a Carolina cuando era una chica mil veces mejor que esa
flaca alta que caminaba con menos gracia que un jugador de rugby. Si hubiera
tenido ahí una foto de esa rubia tonta la hubiera roto en mil pedazos.
Al día siguiente no pensaba darles nada. Me quedé adentro de la
verdulería, detrás del mostrador con los brazos cruzados. "Vengan a pedir,
vamos, vengan", me decía. Pero no me pidieron nada, pasaron por la puerta sin
siquiera mirar, salvo una de la nenas, la más chiquita que miró para adentro y
me sacó la lengua.
Al día siguiente ocurrió lo mismo. Yo, detrás del mostrador, y ellos,
haciéndose los indiferentes, salvo la chiquita que me volvió a sacar la lengua.
Esta vez tenía una respuesta para ella. Con el cuchillo de cortar el zapallo le hice
un gesto como diciéndole que la próxima vez se la iba a cortar. El jueves
pasaron todos sin mirarme.
—Che, Turquito —me dijo Pinocho—, Me parece que vos andás
enamorado.
—Ni ahí.
—Entonces dejá de dibujar corazoncitos en el papel de las cuentas. No es
muy de hombres.
El jueves a la noche ya no la odiaba, ahora quería tener otra oportunidad
de hablarle pero no se me ocurría nada. Pensé en contarles a Ezequiel y a Pablo
para ver si a ellos tenían alguna buena idea, pero no lo hice. Seguro que me iban
a decir que me olvidara de ella, que las mujeres son siempre un problema. Me
iban a responder aquello que yo ya sabía. También sabía que las papas fritas
hacen mal al estómago y no por eso uno deja de comerlas.
III
achicoria sin escuchar a la vecina que me decía "te dije apio, Ariel, apio". Nos
miramos, serios los dos. Ella mordió el durazno sin sacarme los ojos de encima,
sin ningún otro gesto que el de sus mandíbulas sobre la fruta. Se dio vuelta y
siguió su camino.
Lo que ella había hecho podía interpretarse de muchas maneras, pero
había una indiscutible: la desgraciada me había robado un durazno.
El sábado una vez más Pinocho llegó temprano y fue a comprar pan y
fiambre para el almuerzo. Estábamos comiendo en la tranquilidad del mediodía
cuando Pinocho, que miraba en dirección a la puerta, me dijo:
—Tenés visitas.
Me di vuelta y estaba ella. La sorpresa fue triple: la primera porque no
esperaba verla un sábado, otra porque era la primera vez que ella entraba en la
verdulería y finalmente porque también era la primera vez que la veía sin
guardapolvo. Tenía puestos una remera negra con frases en inglés y un jean
negro. Así, sin la ropa de la escuela, parecía más grande que yo.
Sacó del bolsillo unas monedas y me dijo:
—Te debo un durazno, ¿cuánto es?
Obviamente, me negué a recibir la plata. Ella hizo un gesto con los
hombros y se dio media vuelta para irse. Cuando llegó a la puerta corrí para
alcanzarla.
—No me dijiste cómo te llamás.
—Patricia —caminó unos pasos y casi sin girar me dijo—: Pero me dicen
Pato.
IV
Desde aquel primer episodio con la policía, Pinocho se mostraba un poco
más taciturno. Seguía con su rutina, se quedaba más tiempo de lo que le
correspondía, almorzábamos juntos los sábados, pero había algo que le
molestaba. Tal vez que nos hubiéramos enterado de que tenía un hermano
preso (aunque yo sospecho que mi tío lo sabía y no me había dicho nada), o tal
vez que el policía hubiera arrojado un manto de sospecha sobre él. Y la verdad
es que si había algo fácil era robarle a mi tío. Calcular cuánto rendía cada cajón
de verdura o de frutas era imposible porque muchas se tiraban, ya fuera porque
se pudrían o porque estaban en mal estado. Así que cualquiera de los dos
hubiera podido pasar diariamente algunas ventas menos. Pero algo me decía que Pinocho estaba siendo absolutamente honesto, que no se quedaba ni con la
venta de un puñado de perejil.
La policía pasó algunas veces más. Venían los dos de siempre y un tercero
que se llamaba Balizas, el ayudante Balizas. Mi tío le quitaba importancia, hacía
chistes sobre el impuesto que pagábamos. A mí, en cambio, me molestaba.
Cuando me tocaba servirles les daba las frutas, los tomates y las hortalizas más
pasados.
Las clases llegaban a su fin. A diferencia del año anterior, ese verano no
iba a extrañar a Carolina. De hecho, Carolina se había ido desdibujando de mis
pensamientos como un recuerdo antiguo. No eran las chicas prolijitas y bien
peinadas como Carolina las que me interesaban. Lo mío eran las chicas
desgreñadas, o las rubias altas, o las chicas que sonreían poco. O sea, Patricia.
El último día de clases los chicos de mi año iban a ir a festejar después de
la escuela. Podría haberle pedido a Pinocho que se quedara todo ese viernes
pero algo en mi interior me dijo que debía ir a la verdulería. Les dije que no
podía acompañarlos porque tenía que ir a trabajar. La mayoría me miró con
cara de lástima. Con Equi y Pablo quedé en verme al día siguiente y tomar el
helado que no íbamos a compartir esa tarde.
El instinto a veces te salva. Si en esa ocasión no le hubiera prestado
atención, tal vez me habría perdido la oportunidad de hablar con Patricia en
mucho tiempo.

El equipo de los sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora