1. El chico balanza cuenta su historia

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I

El año pasado, cuando todavía tenía catorce, mi mayor orgullo eran los tres
kilos de naranja. Porque calcular un kilo lo puede hacer cualquiera pero
tres kilos es difícil. Cuando algún cliente me pedía mi oferta favorita (una de las
pocas que teníamos en la verdulería, a decir verdad), o sea, los tres kilos de
naranja por un peso, yo tomaba una bolsa grande, iba hasta el cajón y la llenaba
de naranjas pálidas, de un anaranjado blanquecino. Por eso salían un peso. No
eran malas, tenían buen sabor y bastante jugo, a pesar de su aspecto anémico.
Bien, llenaba la bolsa y no necesitaba pesarla: yo sabía que había cargado tres
kilos exactos. Igual ponía la bolsa en la balanza para que el cliente pudiera notar
mi buen ojo. La mayoría no se daba cuenta de la hazaña de la que habían sido
testigos. Algunos pocos que me felicitaban por cargar justo tres kilos, ni diez
gramos más ni diez gramos menos. Y el secreto no estaba en contar la cantidad
de naranjas porque las había de distintos tamaños. El secreto estaba en mis
brazos, en todo mi cuerpo que era capaz de sentir perfectamente los tres kilos
de naranja. Una balanza humana.
Ojo: tampoco era que me había pasado toda la vida vendiendo fruta. Es
más: ni siquiera me gustaba comer verduras y excepto bananas y papas en
todas sus formas nunca había encontrado nada que me interesara de una
verdulería. Hacía poco más de un mes que había empezado a trabajar en la
verdulería “Mi sentimiento”. El sentimiento y la verdulería eran de mi tío
Roberto, el Turco, como le decían en todas partes. Y a mí me decían el Turquito,
el Turco Ariel, o el hijo de la Turca. La Turca era mi mamá, la hermana de mi
tío. Y no éramos turcos. Mis abuelos maternos eran armenios. A mí nunca me
enojó que me dijeran turco pero me acuerdo de que cuando mi abuelo vivía se
ponía como loco cuando algún vecino lo llamaba “Turco”. Insultaba en su
lengua y debía ser muy ingenioso para insultar porque mi abuela se ponía colorada y lo retaba. Tal vez por eso nunca me enseñaron a hablar en armenio,
para que no entendiera las malas palabras que decía mi abuelo.
Mi tío Roberto siempre hacía negocios. Vivía haciendo negocios.
Compraba un terreno, le ponía una casa prefabricada y la vendía. Compraba un
auto todo roto, lo arreglaba, lo pintaba de negro y amarillo y lo ponía a trabajar
como taxi. Cuando le prohibían levantar pasajeros por no tener los papeles en
regla, él no se hacía problema. Lo volvía a pintar de azul, ponía en el diario un
aviso mentiroso (“auto joya, nunca taxi”, nunca taxi legal tendría que haber
dicho) y lo vendía. También compraba linternas por mayor, tijeritas chinas,
agujas tailandesas y remeras en el Once. Vendía, revendía, compraba,
cambiaba. Ganaba plata y perdía también un montón. Creo que lo que más lo
empujaba a hacer negocios era la diversión del desafío más que la intención de
hacerse millonario.
Yo no sé quién lo convenció de que poner una verdulería era un gran
negocio. Entre los múltiples intercambios de productos y de dinero, se había
quedado con un local ni grande ni chico ubicado en la Avenida Ejército de los
Andes. Para mí Ejército de los Andes es la avenida San Martín que a su vez mi
tío llama Avenida Santa Fe. Es que en Lanús, que es donde vivimos se llama
Santa Fe o San Martín. Ejército de los Andes pasa a llamarse cuando entrás a
Lomas de Zamora.
Así que en ese local, ubicado a unas pocas cuadras de una ruta conocida
como Camino Negro y apenas a tres cuadras de Villa Fiorito, mi tío decidió
poner una verdulería. Es cierto que en la zona no había ninguna cerca aunque si
a eso vamos tampoco había video clubes, ni tintorerías, ni veterinarias, ni
zinguerías. Sin embargo, él había elegido poner una verdulería.
—La explicación es sencilla —dijo mi tío mientras se tomaba un vermouth
y preparaba el asado, actividad dominical que había tomado como obligatoria
desde que mi papá “se había ido de vacaciones” dejándonos a mamá y a mí
hacía casi dos años—. Las cuatro patas de la alimentación familiar son: el
almacén, la carnicería, la panadería y la verdulería. En la zona hay cuatro
almacenes, dos carnicerías y tres panaderías pero sólo una verdulería chiquita
en la entrada de la villa que tiene pocos productos y caros. Yo tengo un amigo
que me consigue buena mercadería del mercado de Turdera y la vamos a
vender a buen precio.
—Y el kiosquito —le dije yo.
—¿Y el kiosquito qué? —preguntó mi tío algo molesto porque su
comentario no fue coronado con un gesto mío de admiración.
—Que la quinta pata de la alimentación familiar es el kiosco. Golosinas,
cigarrillos, gaseosas. ¿No te parece?
Mi tío tomó un trago de su vermouth, movió la cabeza negativamente y
fue a mover el carbón del asado sin decirme nada. Un gran tipo mi tío. Un poco
calentón, pero gran tipo.

II

A mi vieja le pareció una locura. Que su hermano pusiera una verdulería a
unas cuadras del Camino Negro y a unos metros de una villa era ya una
imprudencia. Y que le propusiera que su hijo, o sea yo, la atendiera, era una
locura de marca mayor.
—Escuchame, Amelia —decía mi tío—, el barrio es más tranquilo que esta
esquina —y con los brazos hacía un gesto que intentaba abarcar tanto
Catamarca como Resistencia—. Le va a venir bien que se gane unos pesos. Se
está poniendo grande y va a querer tener su platita.
—Estudia, Roberto, no va a dejar la escuela.
—Yo digo que la atienda de tarde.
—De tarde tiene gimnasia.
—Esos días que no venga. Además ya terminan las clases.
Eso era verdad. Estábamos a fines de octubre y faltaba poco más de un
mes para que se terminara el año escolar. Con las notas del colegio no tenía
problema. Me llevaba solamente Geografía y para colmo a marzo, por lo que no
tenía nada que salvar ese mes, sólo dejar que transcurriera para terminar el ya
insoportable noveno grado del EGB.
Todavía no sé cómo mi madre me dejó ir a trabajar a la verdulería. Con mi
tío quedamos en que yo la atendía lunes, martes y jueves a partir de las tres de
la tarde hasta cerrar a las ocho, y los sábados desde las nueve hasta las tres.
También podía ir los miércoles y viernes, siempre y cuando no tuviera
Gimnasia. Me iba a pagar doce pesos por día más el colectivo y además podía
llevarme toda la fruta y la verdura que quisiera para casa. A veces pienso que
fue esto último lo que convenció a mi vieja. No tanto ahorrarse la plata de
comprar manzanas y tomates (algo que también venía muy bien teniendo en
cuenta su sueldo como vendedora de mercería), sino zafar de tener que ir ella a
la verdulería. Odiaba hacer las compras. Y yo también.
III
—Así que el turquito ahora también es verdulero —me dijo Ezequiel en el
recreo cuando les conté que el lunes empezaba a trabajar.
—Por ahí encontrás tu verdadera vocación —me alentó insidiosamente
Pablo mientras se comía un alfajor sin convidar.
Ezequiel y Pablo son mis mejores amigos. Con Pablo somos compañeros
desde la primaria y a Ezequiel lo conocimos en la nueva escuela, al entrar en
octavo. Siempre andamos juntos. Ezequiel y Pablo son muy diferentes. Ezequiel
juega en las inferiores de El Porvenir, tiene diez en Educación Física y se lleva
cuatro materias a diciembre y tres a marzo. Ya tuvo como tres novias y si él
quisiera podría salir con cualquiera de las chicas de primer año del polimodal.
Bah, con todas no. Carolina nunca se interesó en él.
Pablo en cambio es el bocho, la nota más baja que tiene es siete, se la pasa
leyendo y cuando algún compañero lo apura mal por su aspecto algo desvalido,
él lo mira con tanto desprecio que su mirada duele más que los puños siempre
dispuestos de Ezequiel. En octavo año a Pablo lo tenían de punto y se ligó
varios golpes. Ni siquiera la amistad con Ezequiel le permitía zafar. Pero en
noveno algo cambió. En un cumpleaños de quince, Pablo sacó un atado de
cigarrillos y se puso a fumar. Desde entonces le tienen miedo, sospechan que
lleva una vida de excesos. Le gritan “drogadicto”, “degenerado” y nadie sabe,
salvo Ezequiel y yo, que la única vez que fumó fue en ese cumpleaños.
Yo no soy como Ezequiel ni soy como Pablo. La verdad es que no sé muy
bien como soy. Hay días que me siento fuerte como Ezequiel e inteligente como
Pablo. Y hay otros que me siento frágil como Pablo y desconcertado como
Ezequiel ante un ejercicio de matemáticas. Hasta un año atrás, que pasara de un
estado a otro dependía pura y exclusivamente de lo que me dijera Carolina. Ya
voy a hablar de ella.
La verdad es que los tres somos muy distintos. Para colmo Ezequiel es de
River, Pablo de Independiente y yo soy de Boca. Aunque hay algo que nos une
(además de la celeste y blanca) y es que los tres somos también hinchas de El
Porvenir. Es nuestro club en la Primera B como la Selección es el equipo sin
discusión. Los tres vamos sábado por medio a la cancha de El Porve, cada tanto
también vamos a verlo jugar a Ezequiel y siempre nos prendemos en todos los
picados. Con Pablo jugamos juntos desde chiquitos en el patio de su casa y ya
grandes seguimos haciendo cabezas con una pelota de cuero algo desinflada
tratando de no romper ninguna maceta. Las mejores paredes de mi vida las tiré
justamente con la medianera de la casa de Pablo.
Nadie que nos viera por separado pensaría que podemos ser grandes
amigos. Sobre todo, Pablo y Ezequiel. A veces, yo mismo me pregunto cómo
pueden pasar las horas juntos un tipo que sólo se interesa por entrenar y otro
que lee historias de hombres convertidos en cucaracha. Sin embargo, ahí están,
esté o no yo, hablando de fútbol, de algún programa de tele, de alguna película
que vieron en video o de las andanzas del último asesino serial descubierto. Tal
vez porque cuando estamos los tres juntos ni Ezequiel es una máquina de hacer
goles, ni Pablo un obseso por los libros, ni yo un pterodáctilo charlatán. Al final,
voy a terminar creyendo que nos parecemos.
IV
Carolina: en octavo año nos obligaron a compartir el banco con una mujer.
A mí me tocó sentarme con Carolina. Obviamente entonces hubiera preferido
sentarme con Pablo. Hubo algunas protestas. Fueron inútiles porque no nos
dejaron hacer lo que queríamos y terminamos compartiendo el destrozado
banco con las siempre molestas mujeres.
Yo sé que esto habla muy mal de mí: al tiempo de empezar las clases me
sentía ansioso por llegar a la escuela y encontrarme sentado ahí, a su izquierda.
Me gustaba sentirla al lado mío, su guardapolvo impecable, su pelo que
culminaba en una larga trenza.
Carolina es muy linda pero también inteligente. Es una chica que conoce
mucho de música, de cine y habla con desprecio de la televisión. Al principio no
nos llevamos muy bien. Yo no sabía cómo tratarla y creo que fui bastante bruto
en varias oportunidades. Pero después fuimos mejorando, los dos aprendimos a
soportar al otro y terminamos el año casi amigos. En noveno nos dejaron
sentarnos con quien quisiéramos y yo hubiera dado un ojo por sentarme de
vuelta con ella. Un ojo sí, pero no mi honor. Me hubiera comido las cargadas de
todos mis compañeros si decía que me quería sentar con una mujer. Me
hubieran tratado de maricón. Así que me apuré a elegir a Pablo como
compañero de banco. Ella se sentó con otra chica y nunca más volvimos a
compartir el banco salvo en algún recreo en el que nos buscábamos para hacer
algunos deberes de la hora siguiente. Cada tanto se acercaba a mi banco y me
decía:
—Ay, Ariel, cómo extraño tus codazos.
Ojo, yo sabía que no quería decirme nada raro. No era una declaración deamor. Yo sabía muy bien de quién estaba ella enamorada. Al principio pensé
que gustaba de Ezequiel, como casi todas las chicas, pero una vez me dijo que a
ella Ezequiel le parecía una bestia y no entendía cómo podía gustarle a Vero,
una amiga de ella que moría por el Gran Equi. Carolina —y esto lo descubrí
enseguida— estaba atrás de Pablo. Siempre me preguntaba por él, quería saber
qué libros leía, si le gustaba el cine, si escuchaba música. Yo siempre le decía lo
mismo:
—¿Por qué no se lo preguntás a él? Yo no soy su representante.
Ella me miraba con ojos de reproche y cambiaba de tema. Pero nunca se
animaba a preguntarle a Pablo, casi no se hablaban salvo para pedirse un lápiz
o pasarse una tarea. En el fondo, ella también le tenía miedo por esa imagen de
hombre oscuro que Pablo representaba a la perfección.
—La fascinación de la presa ante una víbora cascabel —me explicó una
vez mi tío no me acuerdo por qué—. El miedo te paraliza y sentís fascinación
ante aquel que te está por devorar. Romper con la fascinación, querido sobrino,
es tan importante como destruir el miedo si querés sobrevivir.
Yo no lo sabía pero me estaba dando un consejo que iba a necesitar muy
poco tiempo después.
V
La idea de trabajar en la verdulería fue mía, no de mi tío. Se lo propuse
después de que me contara su teoría sobre las cuatro patas de la alimentación
familiar. Movía el carbón del asado con la tranquilidad del que sabe que hace
bien las cosas, yo me acerqué y le dije:
—Tío, me gustaría atender la verdulería.
A los diez minutos, mi tío asumía la idea como propia ante mi mamá y la
defendía hasta hacerla triunfar. Así es mi tío. Cuando me preguntó por qué
quería trabajar, le dije que quería juntar plata para comprarme una
computadora. Y era verdad pero también quería saber qué se sentía al trabajar.
Quería entrar en el mundo de los adultos, arreglármelas solo, salir de las cuatro
paredes protectoras de la escuela o de casa.
Para ir a la verdulería me tomaba el 247 en San Martín y me bajaba tres
cuadras antes del negocio. El colectivo justo doblaba ahí haciéndome caminar
por el límite de la villa hasta llegar al local.
Mi tío siempre tenía un nuevo negocio que lo estaba esperando y por entonces andaba en negociaciones con la Municipalidad de San Justo para
venderle veinticinco bancos de plaza que había importado de Alemania. Yo
atendía la verdulería en los horarios que habíamos arreglado. Así que para
atender el resto del tiempo se consiguió a otro pibe. Tenía unos dieciocho o
diecinueve años, era más bien bajo, muy pálido y muy narigón. Por eso le
decían Pinocho. También tenía mucha fuerza y levantaba los cajones de fruta
como si fueran cuadernos. Vivía a cinco cuadras de la verdulería, del lado del
barrio, no de la villa. Cuando alguien le preguntaba por sus estudios decía:
—Estoy en quinto.
No aclaraba que estaba en quinto grado en la escuela nocturna. Le gustaba
mucho quinto grado porque ya lo había hecho dos veces y estaba dispuesto a
hacerlo de nuevo al año siguiente.
—Yo nací para cuchillero —decía y clavaba un cuchillo en el centro de una
caja a cinco metros de distancia. Se había conseguido un grabador enorme que
ponía a todo volumen con música de Rodrigo, de la Mona Giménez y de un
montón de músicos cuarteteros o de bailanta que yo no conocía pero sobre los
que me iba a convertir en especialista en poco tiempo.
Cuando yo llegaba se terminaba el horario de trabajo de Pinocho y, sin
embargo, él muchas veces no se iba. Se sentaba encima de unos cajones y se
quedaba a charlar conmigo. Hablábamos de fútbol (era hincha de Huracán), de
música y a veces él hablaba de mujeres con un conocimiento que a mí me dejaba
mudo, tal vez porque no tenía casi nada para contar. ¿Le iba a hablar de Caro?
No tenía mucho sentido.
Eso sí, por más que se quedase conmigo muchas tardes, jamás atendía a
nadie en mi horario, no me ayudaba ni que tuviera a quince personas
esperando (a decir verdad, nunca tuve ni quince, ni diez, ni siquiera a cinco
personas a la espera de ser atendidas). Me miraba despachar, ir y venir con
frutas y verduras, cobrar, dar vuelto, recomendar productos, desaconsejar el
consumo de alguna hortaliza un poco pasada; me miraba con ojos divertidos y
satisfechos, como si yo fuera un buen discípulo que aprendía de él el oficio de
verdulero.
Y algo de razón tenía porque los primeros días no cazaba una y si no
hubiera sido porque Pinocho se quedaba hasta tarde, jamás hubiera aprendido
a diferenciar la cebolla de verdeo del puerro.
En menos de un mes conocía todos los secretos del planeta vegetal y
descubrí mi capacidad para calcular el peso de todos los productos, algo que
Pinocho no sabía hacer porque siempre le erraba con sus cálculos. Cuando le
mostré mi habilidad se encogió de hombros, me miró con algo de desprecio y
mucho de indiferencia y me preguntó:
—¿Y?, ¿cuál es la gracia?
Lo que nunca aprendí bien del todo fue a cortar el zapallo con el serrucho.
No sólo tenía que hacer un esfuerzo desmedido sino que era imposible hacer un
corte parejo. Si alguien me señalaba con la mano hasta donde quería que le
cortara, más o menos podía cumplir. En cambio, cuando alguien me pedía, por
ejemplo, medio kilo de zapallo, siempre cortaba trescientos gramos u
ochocientos, nunca lo justo. Yo no sé para que se inventó el zapallo grande
habiendo calabacitas que cumplen la misma función en la sopa de verduras.
VI
Hubiera sol o lloviera, yo llegaba a la verdulería a las tres de la tarde. Me
bajaba del 247 un par de minutos antes, caminaba por el borde de la villa y
llegaba al negocio. Sabía que más allá estaba el Camino Negro pero nunca iba
por ese lado.
De Villa Fiorito mucho no veía. Las casillas de madera, de chapa, de
ladrillo sin revocar que estaban ubicadas sobre el límite de la villa actuaban
como un muro que no permitía descubrir lo que había detrás. Cada tanto, unas
callecitas estrechas en las que apenas cabía una persona y que permitían ver
algo más, pero eso que se veía era como la repetición hasta el infinito de las
casillas ubicadas en el frente: una hilera abigarrada de viviendas frágiles y feas.
Había mucha gente que se movía por esas calles, que salían a la avenida San
Martín o que entraban y se perdían en el interior de la villa. Había también un
par de negocios, un almacén con publicidades de por lo menos diez años atrás y
nuestra competencia, una pequeña verdulería que apenas tenía unos cajones de
fruta pasada y verdura vieja.
Si alguien me hubiera pedido entonces que le dijera todo lo que yo sabía
sobre Villa Fiorito hubiera dicho que era un conjunto de casas precarias y que
había gente que entraba y salía todo el tiempo. Eso era todo.
Dos cuadras más allá el paisaje cambiaba y la avenida se convertía en la
típica avenida de barrio, angosta y peligrosa por culpa de los automovilistas
que la confundían con una autopista, negocios que promocionaban sus precios
bajos en carteles hechos a mano, una disquería de nuevos y usados que
competía con Pinocho en ver quién ponía la música de bailanta más alto, una
lavandería, varios kioscos, un puesto de revistas, una carnicería, dos despachos
de pan, un estudio de abogados que tenía un letrero enorme como si fuera un negocio más.
Me gustaba bajar del 247 y caminar esas cuadras, ser parte de ese mundo
sin que nadie me dijera que era de otro barrio, sentir que si quería podía doblar
a la derecha y meterme en la villa como uno más, o llegar a la verdulería y
ensuciarme las manos con la papa negra, cargar cajones, conversar de las
virtudes de la zanahoria con las vecinas y después volver a casa, a la cena frente
al televisor, la comida calentita y rica que preparaba mi vieja. Dormirme
pensando en que al día siguiente iba a estar en la tranquilidad de la escuela y
luego en el torbellino de Fiorito. Ir y volver. Entrar y salir.
VII
Mi tío Roberto venía poco a la verdulería. Por lo general aparecía en el
camión de un amigo suyo que traía las verduras y las frutas de Turdera.
Descargábamos y acomodábamos los cajones. Él ordenaba alguna cosa más por
el placer de sentirse dueño del lugar que por necesidad. Pinocho y yo le
rendíamos el dinero de las ventas los sábados.
Algunas veces venían Pablo y Ezequiel. Para ellos también era una
aventura al punto que anunciaban su visita en el aula y a los gritos para que
todos supieran. La verdad es que no surtía mucho efecto porque a nadie le
parecía una hazaña muy digna atender una verdulería por más villa que
hubiera cerca. De hecho, algunos compañeros vivían en Caraza o cerca del
cementerio de Avellaneda, lugares que se parecían bastante a Fiorito.
Carolina en cambio estaba más interesada en mí. Le gustaba la idea de que
trabajara. Creo que ante sus ojos parecía más hombre por no estar todo el día
mirando la tele o jugando a la pelota con mis amigos. Igualmente su interés
mayor seguía concentrado en Pablo, en sus libros y películas. Y el muy tarado
apenas la saludaba.
Cuando venían Pablo y Ezequiel —por lo general los sábados— nos
íbamos juntos a verlo jugar a Ezequiel que estaba en la sexta de El Porve, o
directamente a ver la primera de El Porvenir, después venían a casa o iba a la
casa de alguno de ellos y mirábamos una peli o, cuando íbamos a lo de
Ezequiel, jugábamos con el Sega.
Al mes de estar trabajando ocurrió el comienzo de la historia que quiero
contar. Fue así.
Hacía calor. Mucho. Eran esos últimos días de noviembre en los que el verano ya comienza a hacerse sentir. Eran las cinco y diez de la tarde y no había
nadie en la verdulería por lo que salí a la puerta para tomar un poco de aire.
A lo lejos venía un grupo de chicos de escuela primaria. No les presté
atención hasta que estuvieron a unos metros de mí. La primera imagen que se
me presentó fue la de Blancanieves y los siete enanitos. En el medio del grupo
venía una chica alta, casi tan alta como yo, de guardapolvo blanco, con una
colección de chicos saltando alrededor que iban de seis a diez años y que se
empujaban, gritaban, pateaban sin que la chica del medio los tomara en cuenta.
No parecía de séptimo grado sino un poco más grande. El guardapolvo le
quedaba chico y no estaba tan blanco como el de cualquier Blancanieves
tradicional. Era rubia, despeinada (“desgreñada” diría mi mamá) y cada tanto le
metía un empujón a alguno de los chicos que se le ponía delante.
Cuando llegaba a la altura de la verdulería, sus ojos se cruzaron con los
míos. Nos miramos. En estos casos yo suelo sacar la mirada instintivamente
pero esta vez no pude. Me quedé pegado a sus ojos. Ella tampoco miró para
otro lado. Nos mirábamos serios, no había sonrisa, ni simpatía, ni
reconocimiento ni nada que justificara que nos mirásemos. Cuando pasó
delante de mí pude ver que estaba colorada y transpirada como si hubiera
corrido, tenía las mangas del guardapolvo arremangadas y usaba una pollera
larga por debajo de las rodillas. Ahí confirmé que era muy alta. Y hermosa.
Hermosa a pesar de su cara transpirada, de su pelo desprolijo y de su
guardapolvo lleno de manchas.
Una vez que pasó, la seguí mirando sin poder despegar mis ojos de su
cuerpo. Por suerte justo vino una vecina a comprar y el hechizo se rompió.
Volví a actuar normalmente. Mentira, nunca más hasta el día de hoy volví a
actuar normalmente. Desde entonces ella está siempre presente y creo que no
me levanté ni un solo día sin pensar en ella. Incluso en esos primeros días en los
que ni siquiera conocía su nombre.
A la tarde siguiente, a las cinco menos cinco de la tarde yo ya estaba en la
puerta y rogaba que nadie entrara a comprar. Cinco y cinco divisé a mi
Blancanieves rodeada de sus enanos que venían desde el Camino Negro en
dirección a la verdulería. Mi corazón era una batería de rock y no necesitaba
amplificadores para que se escuchara por todo Fiorito. Cuando estaban
llegando, uno de los enanos se me acercó y me dijo:
—¿Me regalás una naranja?
Dudé, mi sentido de la responsabilidad fue más fuerte que cualquier otro
sentimiento. Le dije tartamudeando:
—Nnno puedo, no me dededejan regalar la fruta.
Me miró con cierto desprecio. Se dio vuelta y la miró a Blancanieves. Ella,seria como siempre, se encogió de hombros. Pasó delante de mí y de reojo dijo
casi en un susurro:
—Tacaño.
Y no estoy seguro pero me pareció que un metro más adelante dijo:
—Feo y tacaño.
Yo entré a la verdulería insultándome en español, en armenio y en todas
las lenguas posibles.
—No puedo ser tan tarado. No, no, no —y pateé el cajón de duraznos
consiguiendo un terrible dolor de pie y un montón de duraznos tirados por
todo el piso.
Al día siguiente, la esperé de nuevo en la puerta pero esta vez pasaron los
chicos solos. Ella no habría ido a la escuela. El viernes, Pinocho se quedó hasta
tarde y no me había dado cuenta de que ya eran las cinco y diez cuando ella
pasó por la puerta. Me pareció que miraba hacia adentro. Le pedí a Pinocho que
se quedara atendiendo un rato, que ya volvía. Me puse a caminar detrás de
ellos. Quería ver adónde iban. Llegaron a la altura de la villa y para mi
sorpresa, Blancanieves entró en la verdulería de la competencia. Al rato salió
con una bolsa de la que sacó naranjas que repartió entre todos los enanos que la
seguían. Avanzaron unos metros más y doblaron hacia la izquierda por uno de
los caminos que llevaban al interior de la villa. Por un momento pensé en
seguirla también allí, di unos pasos pero no me animé. Intenté meterme pero
mis piernas no me respondían. Tuve miedo. Me quedé ahí, quieto, varios
minutos, viendo cómo Blancanieves desaparecía entre las casitas de madera y
otra gente salía y entraba sin notar mi presencia.
Por varios minutos fui una estatua de sal. Cuando volví a caminar rumbo
a la verdulería no disfruté de esas cuadras como siempre. Me sentía cobarde,
desilusionado de mí mismo, me despreciaba por no haberme animado a entrar,
como si en la villa me pudiera pasar algo malo. Cobarde y prejuicioso. Feo y
tacaño. Las tenía todas en contra. Ah, y enamorado. Sí, señores, perdidamente
enamorado, a primera vista, de mi Blancanieves villera.

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