I
Pinocho volvió a guardar su cuchillo en la mochila. Ezequiel ya había
recuperado los colores de su cara y yo estaba húmedo de barro pero
limpito de ratas.
Nos acomodamos bajo la sombra de un árbol raquítico que encontramos a
unos cuantos metros del Río de las Arenas Movedizas, no sin antes fijarnos que
no hubiera ni ratas ni nidos de palomas ni hormigueros. Tomamos un poco de
agua para recuperarnos de las emociones recientes. En mi cabeza seguía
sintiendo los chillidos y el ruido del cuchillo de cortar zapallo al atravesarlas:
¡flizz! ¡flizz! Me iba a costar volver a usar ese cuchillo. Pinocho miraba hacia
todos lados como buscando algo:
—Necesito un baño... a ver —pensó unos segundos como si estuviera
haciendo un censo de los posibles baños de la villa—, ya sé. Espérenme acá que
ya vuelvo.
Y sin esperar ninguna respuesta nuestra, tomó su mochila y se fue por una
callecita lateral. Nos quedamos Ezequiel y yo solos, cuidando que ningún bicho
se nos subiera por las piernas o la espalda.
Muy probablemente fue el sopor, o el cansancio de ese día, o el simple
sueño de la siesta, pero nos adormecimos al instante. Me despertó una patadita
en mi pie. No eran ratas educadas. Eran unos pibes. Unos cuantos.
Siempre me pareció que cualquier grupo de más de cuatro personas
parece una multitud. Fue lo que sentí en ese momento. Que eran muchos
aunque después, reconstruyendo el episodio, nos dimos cuenta de que eran
seis: cinco pibes y una chica. Tendrían nuestra edad, tal vez un poco más
grandes, aunque Pinocho luego dijera lo contrario.
—Che, bellodurmiente, despertate solo o te doy un beso.
El que me amenazó era un morocho grandote con una voz de tonto
increíble. Los otros se rieron y Ezequiel y yo no sólo nos despertamos sino que
nos pusimos de pie en un segundo. La mordida de una rata comenzaba a
resultarme más cariñosa que un beso del morocho.
—¿Qué están haciendo? —preguntó otro, un flaquito que tenía un
cigarrillo en la boca.
—Nada, esperamos a un amigo —dije.
Estábamos rodeados, como si en cualquier momento fueran a atarnos al
árbol para hacer una fogata con nosotros. Nos miraban los seis con una risita
sobradora. El fumador me pateó suavemente en el pie y me dijo:
—Las zapatillas.
Oh, oh, esta película ya la vi, pensé. Me acordé de cuando el Perro se había
quedado con mis Nike. Por suerte ahora tenía unas zapatillas berretas, pero
¿cómo iba a andar descalzo el resto del viaje? Inventé algo que supuse que los
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El equipo de los sueños
Ficção AdolescenteEs para lo que los necesiten leer en el celu como lo necesite