Parte II

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Ivy no se permitía ser una mujer ansiosa, estaba fuera de sus normas

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Ivy no se permitía ser una mujer ansiosa, estaba fuera de sus normas. Debía estar serena, con la mente en paz, para tomar la mejor decisión en cualquier aspecto de su vida. Pero, odiaba cuando había un pero, solo una persona podía mandar al diablo todas sus reglas, ponerla ansiosa, al límite, y siempre dispuesta para una arriesgada aventura, esa persona tenía un nombre, Robert Miller, su provocador esposo.

Miró nuevamente la pantalla de su teléfono, y le fue inevitable no morder sus labios para ahogar un gemido de placer. Robert acaba de enviarle una fotografía, en el avión de regreso, con su hombría erecta y fuertemente presionada contra la tela de su pantalón blanco, con un corto y revelador mensaje.


Lo que le espera a mi mujercita en cuanto llegue a casa. Prepárate, te follaré como un desgraciado.


Eso la tenía ansiosa, caliente y urgida, extrañaba a su esposo, quería sentirlo, tenerlo dentro de sí, a cada momento, en todo lugar, y esa foto, con ese extravagante mensaje no hacía más que alborotar sus deseos, sus ganas de cumplir cada fantasía que tenía con él, saciar su hambre sexual. Quería responderle, decirle tantas cosas, pero la fuerte cosquilla que tenía en su centro, no la dejaba siquiera escribir un mensaje. No lo pensó demasiado, marcó su número, lo colocó en altavoz y se recostó del cómodo sillón de su oficina, esperando oír su ronca voz.

—¿Tan excitada estás que no puedes escribir? —Sonrió, con sus sentidos acelerándose con rapidez, al oírle.

—Buenos días, amor —ronroneó, justo como él dijo, excitada, haciéndolo sonreír —Estoy completamente excitada, por tu culpa.

—Con mucho gusto me declaro culpable, si mi condena es oírte gemir, hacerte mía y que te vengas para mí, cada día de mi vida —respondió susurrante, sin importar que el pasajero a su lado lo escuchase.

—Robert... —saboreó su nombre, apretando sus muslos.

—¿Estás mojada, esposa de mi vida? —preguntó interesado.

—Sí, tengo toda la tanga mojada y pegada a los labios, me estás volviendo loca.

—¿Y te gustaría tocarte? —La oyó suspirar y sonrió malicioso —. Porque a mí me gustaría más que tocarte, esposa mía, quiero besarte despacio, morderte duro, y chuparte toda, tu boca, tus senos que me vuelven loco, y cuando lo pidas, comerme ese rico postre que guardas entre tus piernas.

—Si sigues voy a tener que masturbarme, y todos mis empleados van a oír como gimo por ti.

Su ronca risa, tan exquisita, como una hechizante melodía que la obligaba a danzar una marcha erótica, la hizo sonreír, con picardía, y motivada por ella se subió todo su vestido y abrió sus piernas hasta dejarlas sobre los reposabrazos del sillón.

—Sabes que me encanta que te masturbes, y que todo el mundo te oiga gemir, son demasiado excitantes como para privarle al mundo tanto placer.

—Robert..., te necesito.

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