Parte IV

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La ansiedad era su peor enemigo en algunas ocasiones, pero ahora, que estaba fuertemente ligada con la tensión sexual estaba a punto de matar a Sara

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La ansiedad era su peor enemigo en algunas ocasiones, pero ahora, que estaba fuertemente ligada con la tensión sexual estaba a punto de matar a Sara. No paraba de repetir una y otra vez, en su calenturienta mente lo sucedido con Ivy, y posterior a ello, las palabras tan descaradas de Roberts Miller.

Habían pasado unos días de ello, para ser específicos cuatro, y su jefa, no había hecho más que tentarla cada vez que tenía oportunidad, provocándola sin llegar a nada, y ya no aguantaba más.

Ocuparse en el trabajo le ayudaba a ratos, pero una vez recordase que la dueña de sus fantasías era su jefa, el tener que verla siendo ella, desprendiendo erotismo por donde fuese, todo su esfuerzo se iba a la basura.

El deseo, sin duda, era un juego macabro, y estaba a punto de volverla loca.

Puso las manos en su rostro, regañándose, pidiéndose a sí misma un poco de calma, el sexo parecía que comenzaba a dominar su vida y no quería ello. Estaba surtiendo el efecto que quería, cuando una voz se trajo de nuevo todo abajo, y dejándola en alerta, lista para el ataque...

—¿Te encuentras bien?

Destapó su rostro, y estaba allí, con esa sonrisa lobuna, al asecho, poniéndola nerviosa al instante. Ni siquiera la había oído entrar, ni siquiera podía recordar si la puerta se encontraba cerrada, si la había tocado, o había entrado sin más.

—Estoy bien —murmuró, al verla arquear la ceja—, no se preocupe, señora Miller.

—¿Seguro? Puedo llevarte a servicio médico si lo deseas... —Al verla negar, se calló, y sonrió —Bueno, ¿podemos hablar un segundo, Sara?

Hizo énfasis en su nombre, dándole a entender el fin de la conversación. El verla asentir, con sus ojos verdes, tan hermosos como expresivos, abiertos de par en par, le generó una especie de placer. Sara estaba ansiosa, deseando reencontrarse, como ella.

Cerró la puerta detrás de sí, y tomó asiento. Asegurándose de alisar su falda negra, pasando sus manos sugerentemente por su trasero, justo después de dejar una preciosa, pero muy discreta bolsa de regalos color blanco sobre la mesa.

—Robert te manda un pequeño detalle, espero que te guste —Le guiñó un ojo, sonriente, pasándole el regalo— Ábrelo.

Con un invisible signo de interrogación dibujado en su mente lo tomó. Sin apuros, tomándose el tiempo de pensar que podía haber en aquella bolsa, no era muy grande, pero cualquier cosa podía aparecer allí, suspiró nerviosa. Sin pensar en nada más, abrió la bolsa y jadeó.

«Encaje negro, ¡Oh Dios!» pensó dentro sí, tan solo al asomarse. Un hombre jamás se había tomado el detalle de regalarle ropa interior, y menos, hacerle el envío con su esposa, que la desnudaba con la mirada. Todo era demasiado surrealista, pero no podía evitar sentir morbo por aquella situación.

Lo primero que sacó de la bolsa fue una pequeña tarjeta negra, con un corto escrito en letra cursiva de color plateado. Mordió sus labios mientras intentaba descifrarla.

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