Epílogo

348 34 2
                                    

Cuando me termino la taza con café, la dejo en el reposa brazos de la mecedora y me levanto. Apoyo mis antebrazos en la baranda del porche de la casa y suspiro, mirando lo último del atardecer y lo poco que se refleja sobre el mar ahora.

Han pasado veinticinco años desde que todo lo que te he contado sucedió. He intentado no saltarme ningún detalle, pero tengo cincuenta y siete años ahora. Los recuerdos poco a poco se han ido borrando de mi memoria.

Aquél 16 de febrero de 1989 Bryce me dijo que sí. Lo primero que hicimos fue hablar con nuestros padres ese mismo día. Puesto que lo último que teníamos era tiempo, de ninguna manera nos esperaríamos hasta el día siguiente. Al principio no fue la reacción que esperábamos, mi madre se quedó muda y no supo qué decir por un tiempo hasta que nos felicitó y dijo que haría lo que estuviera en sus manos para organizar una bonita ceremonia en tan poco tiempo. Los Johnson no dejaron de llorar en ningún momento y Lily fue la que mejor se tomó la noticia. No me pareció extraño jamás, puesto que ya estábamos pasando por una situación complicada, anunciar que nos casaríamos por supuesto les tomó con la guardia baja a todos.

Más tarde ese mismo día, Bradley y Alex entraron a la habitación a felicitarnos. Alex no dejó de llorar desconsolada, diciendo que estaba sumamente feliz de lo que estábamos a horas de hacer.

Creo que cualquier persona que no nos conociera diría que nos casamos por lástima o que yo dije que sí por la consternación de la situación, pero lo cierto es que no es así. De Bryce habérmelo pedido estando sano y con una salud de hierro, habría dicho que sí sin dudarlo ni un segundo, porque lo amaba y actualmente todavía lo sigo amando.

Finch, Verónica, Christine y Mathew fueron los últimos en llegar. Primeramente fueron para despedirse definitivamente, pero una vez supieron lo que estaba pasando no dudaron en ofrecernos su ayuda.

Al ser una boda planeada de sopetón, no pudimos hacer mucho, pero de todos modos fue perfecto. La madre de Bryce, Margaret, asignó a un par de cocineros del restaurante para que hicieran un gran banquete para celebrar en casa después de la boda. Mi madre, que guardaba todas sus cosas en el ático de la casa, dijo que tenía un vestido que podía sacarnos del apuro. No era el que había usado en su casamiento porque ese definitivamente estaba sucio, viejo y bien guardado, pero el que me dio estaba perfecto. Era un vestido de tafetán de tirantes finos.

El velo lo consiguió Verónica. Era el que había usado su madre en su boda y Alex y Christine consiguieron lo demás. Un par de tacones blancos, aretes de perla y el ramo de flores. Entre las tres me maquillaron y peinaron ese día.

Un sábado 18 de febrero de 1989, estaba caminando con la marcha nupcial de fondo hacia el altar, mientras Bryce esperaba por mí junto al reverendo Cook y su padre, el señor Johnson.

No fue la boda del año ni tampoco fue un momento feliz. Lo único que se escuchaba en la iglesia eran lamentos, algunos de felicidad y otros de tristeza e impotencia. Yo, por mi parte, tenía un remolino de emociones. Una parte de mí era la novia más feliz del mundo, pero la otra estaba sumida en el inicio de un profunda tristeza, porque sabía que era sólo el principio del fin. No sabía si Bryce estaría bien mañana o si por el contrario ocurriría lo que ya todos sabíamos que pasaría. Sin embargo, nuevamente Dios me demostró que escuchaba mis plegarias.

Al día siguiente, un domingo 19 de febrero, por fin pudimos llevar a Bryce al mirador una última vez. Bradley lo cargó hasta la cima de la media colina y pasamos la tarde sentados sobre la manta mirando el mar. Bryce no parecía tener dificultades para respirar ahí, ¿Sabes? Era como sí, más bien, fuese ahí el único lugar donde sus pulmones recibían oxígeno. Lo supe por la forma en la que había cerrado los ojos e inhalado profundamente, antes de recostarse a mí y permanecer quieto, pero relajado.

Ese mismo día, al regresar a casa, un abogado estaba esperando para hablar con Bryce en su habitación a solas. Por la expresión de Lily y de los padres de Bryce supe que no era nada malo, pero yo no sabía lo que estaba pasando en aquella casa hasta una semana después.

Lamentablemente, un sábado 25 de febrero de 1989 Bryce falleció. Llevaba internado dos días en el hospital por complicaciones respiratorias. El 24 de febrero por la madrugada sufrió un neumotórax, pero finalmente fue al día siguiente que Dios le permitió descansar. El FQ tenía afectados ya no sólo sus pulmones, sino que había alcanzado otros órganos importantes como el hígado y el páncreas.

Ese mismo día por la noche fue la vela en casa de los Johnson. El ataúd estuvo abierto, pero nadie se acercó a mirar y Maxine no estaba en Bluffton. Llevaba en casa de sus abuelos maternos más de cuatro días, ya que Margaret y George se negaban a dejarla mirar a su hermano de ese modo y en todo caso, estaban muy consternados como para cuidar de ella mientras Bryce agonizaba en el hospital. Al día siguiente fue la misa y el entierro. Los abuelos de Bryce viajaron desde Beaufort con Maxine para despedirse.

Nunca olvidaré ese día. Bradley se derrumbó mientras metían el ataúd en el hoyo y Alex sollozaba en mi hombro en silencio. Finch y Verónica también estuvieron ahí, igual que Mathew y Christine, entre otras personas que llegaron a conocer a Bryce.

Esa misma semana recibí miles de llamadas de Nick, mi amiga de la facultad. No estaba en condiciones de dar explicaciones, pero ella las merecía, así que el día después del entierro decidí contárselo todo. Le dije que no volvería a la universidad hasta sentirme mejor, pero que la echaba mucho de menos.

Las primeras dos semanas luego de la muerte de Bryce, Alex se quedó a dormir en casa. Dormía abrazada a mí y a veces lloraba de la nada. Le dolía mucho. Yo, por mi parte, solía llorar en la ducha o simplemente mientras estaba sola. Seguí leyendo la biblia todavía después de que Bryce se fuera y rezaba todas las noches por él, porque estuviera bien, pidiendo que estuviera en paz.

Brad, por otra parte, iba todos los días sin falta al cementerio. A veces a platicar con él. Otras veces para sentarse ahí y llorar hasta desahogarse. Yo le llevaba flores distintas en cada visita. Nunca le pregunté si tenía una preferida y me preocupó haber sido una pésima novia durante el tiempo que estuvimos juntos. Casi al instante podía ver a Bryce regañándome por pensar así.

¿Recuerdan al abogado? Bryce, antes de morir, había querido dejar todo en orden, así que aquél domingo 19 de febrero, comenzó con el traspaso de sus propiedades. La casa de veraneo quedó a mi nombre. Yo seguía tan abrumada que no había pensando en ello, honestamente. A Bradley le dejó su Audi y una motocicleta que estaba en el garaje. Yo ni siquiera sabía de ella. Pero Bradley se había emocionado y afligido al saber que Bryce seguía pensando en nosotros todavía al borde de la muerte.

Yo regresé a la universidad hasta en enero de 1991, cuando comencé a aprender a vivir con la muerte de Bryce. No fue fácil. Para ninguno fue fácil, pero aprendimos a vivir con ello. Al terminar mi carrera me quedé en California, pero finalmente acabé consiguiendo trabajo en Carolina del sur. Visitaba la casa de veraneo todos los meses, una vez al mes y Brad también iba a ella de vez en cuando. A veces sólo para recordar y otras para quedarse a dormir.

Alex y yo nos volvimos más unidas que nunca y cinco años después de la muerte de Bryce, finalmente Brad y ella se casaron. Fue una boda preciosa, no voy a mentirte.

Yo, por mi parte, poco a poco lo fui superando. En la actualidad todavía lo echo de menos y pienso en él muy a menudo. Todavía tengo el collar y el suéter de mi cumpleaños y el anillo lo llevo siempre en mi dedo. Visito el mirador de vez en cuando, aunque ahora esa zona ya está medio echada a perder. Yo puse una bonita cruz de madera barnizada con su nombre para sentirme acompañada cada que iba, pero con el paso de los años dejé de ir, y ahora, con mi edad, es complicado. Intenté reanudar mi vida un par de veces, para ser honesta, pero jamás volví a conectar con nadie a como lo hice con él. Fue así como un día decidí aceptar mi destino y me mudé a la casa de veraneo. Llevo más de quince años viviendo aquí y todavía puedo vernos jugando en la arena, bailando con Elvis de fondo en el pasillo, haciendo el amor en la habitación que por años fue suya.

No voy a mentirte, soy feliz, pero no lo pensaría dos veces para retroceder el tiempo y volver a estar con él sólo cinco segundos.

Y, si te soy honesta, cuando cierro mis ojos, esos cinco segundos se vuelven realidad.

Quizás mañanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora