La Chica de Rojo

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Antes de que los Tuatha De Danann descendieran a las profundidades, convivieron con los mortales durante años en relativa armonía. A pesar de sus ropajes o costumbres un tanto salvajes, los Tuatha solían adoptar un aspecto humano que les permitía interactuar sin problemas.

A Oengus siempre le gustó presentarse ante ellos y deleitarlos con sus mágicas artes. Despertaba la admiración con sus dotes musicales y a menudo era invocado por amantes desesperados que le pedían ayuda para ver cumplido su amor. Él adoraba inmiscuirse en tales empresas y ayudar a que el amor verdadero triunfara frente a las adversidades.

Y fue recompensado. Durante siglos fue uno de los dioses más venerados del panteón. Los humanos siempre lo apreciaron.

Pero llegó el momento en que su gente y él tuvieron que ocultarse bajo tierra. Y aunque sus escapadas a la superficie se convirtieron en algo habitual, ya no podía presentarse con su verdadero nombre para ayudar a los mortales. Era otra regla. Debía fingir ser uno de ellos y limitar su magia mientras estuviera allá arriba.

Disfrutaba, no obstante, de sus visitas al mundo de los humanos pero el hecho de tener que mentir, acababa por molestarle. Era como una piedrecita molesta en su zapato mientras daba un agradable paseo; disfrutaba del paisaje, pero esa molestia no le permitía perderse del todo en la belleza de lo que contemplaba.

La repentina (y sorprendente) aparición de Caer en la fiesta fue la oportunidad perfecta para librarse de esa piedrecita. Podía ser él mismo, como antes y le pareció tan maravilloso que lo hizo sin pensar.

Empezó hablándole de sí mismo como ella le había pedido y antes de darse cuenta, su discurso le desbordó como un torrente de agua imparable. Le habló de su origen, de sus padres, de sus primeros años yendo de tutor en tutor y aprendiendo todas las artes conocidas y de las aventuras vividas con los mortales gracias a sus poderes.

—¿Qué poderes son esos? —le preguntó ella, emocionada.

—El manto que llevas puesto. Tiene la habilidad de hacer invisible a quien lo porta —Le reveló. Caer se miró haciendo una mueca y él se rio con ganas—. Invisible para otros.

>>. También tengo un arpa mágica cuyo sonido pone a dormir a quien lo escucha el tiempo que yo quiera. Solía usarla para ayudar a parejas de amantes desdichados a huir de aquellos que pretendían separarles.

Nada más oír eso, su amiga le exigió que le contara todas y cada una de sus aventuras como dios del amor y él aceptó, encantado. Sus historias nunca habían interesado a nadie por no hablar de encarnizadas batallas, ni heroicos triunfos bañados en sangre. Sin embargo, a Caer le entusiasmaron. Sus hazañas ocultando a jóvenes parejas de sus familias enfrentadas, o sus viajes cruzando Irlanda en busca del ser amado de una joven que invocaba su ayuda, arrancaron sonrisas (incluso suspiros) en la joven que le miraba con una candidez sublime.

No sabía si era por esa mirada, por sus mejillas ruborizadas o por las preguntas que esta le hacía ansiando saber cada vez más; pero Oengus siguió compartiendo con ella, no solo sus anécdotas, sino antiguas leyendas de su pueblo y de otros dioses que estaban presentes. Y poco a poco, un curioso placer empezó a inundarle al hablarle de todos esos recuerdos tan queridos y ver la alegría y el interés con que ella los recibía.

Le habló de aquella fiesta y del significado de Samhain. Incluso la llevó a ver el gran fuego que crepitaba sobre una alta pila de maderas al fondo del salón. Era un fuego mágico, por supuesto. Su temperatura era agradable y el humo no se amontonaba en el techo, sino que lo atravesaba en suaves columnas perdiéndose en el exterior.

Los ojos de Caer se fijaron en las llamas, cubriéndose de un curioso tono rojizo que parecía bailar en el centro de sus pupilas.

—¿Por qué está aquí está hoguera?

Festín de DiosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora