La mañana de la recepción diplomática se tradujo en caos absoluto en el palacio. Todos los sirvientes corrían de un lado para otro decorando estancias, limpiando y cuidando de que todo fuese perfecto para la llegada de la comitiva de Guillerton. Casi al amanecer, el rey Fimer había mandado a la pequeña posada de David un montón de sirvientes y ayudas de cámara para asegurarse de que se preparaba correctamente para la ocasión, ya que se negaba a presenciarse en su alcoba de palacio para tal fin, incluso en un día tan importante como ese. El irónico detalle de su padre había enfadado aun más a David, que tuvo que soportar las burlas de todos sus compañeros que, como todo bueno soldado en formación, también habían hecho de la posada su hogar. Plaiton había intentando hacerles callar a todos, pero pronto se erigió como el Capitán Burlón del batallón. Al menos todos parecían haberle perdonado después de una noche entera de juerga.
Cuando llegó al palacio, el jefe de la Casa Real, le puso al tanto de todo el protocolo del evento, le explicó todas las cosas que debía hacer y le recalcó las que bajo ningún concepto debía si quiera plantearse hacer. David, aunque se había criado en el palacio rodeado de tutores, siempre había renegado de todo eso de las normas, el formalismo y el protocolo. Desde que era niño había soñado con ser soldado de la guardia real. Su tío, que ya descansaba junto a los grandes caballeros de antaño, había sido el campeón de los últimos juegos. David había crecido escuchando las historias de tan honorable justa y envidiándole. Era la verdad, sentía una profunda envidia por su libertad. En Miradoth, como en muchos otros reinos, el derecho dinástico recaía sobre el primogénito del rey y el núcleo familiar con obligaciones reales solo contemplaba al Rey, a la Reina y al heredero. Así que su tío había vivido su vida libre, alejado de todo el abrumador ajetreo de la corte. Era un aventurero, había recorrido el mundo entero y siempre le traía trofeos de los lugares que visitaba. Aún los conservaba todos consigo en su dormitorio de la pensión, recordándole que él, por mucho que se esforzara, nunca viviría esas aventuras. Él ya estaba condenado desde su concepción a vivir encadenado al trono. Cuando era pequeño, recordaba, se sentaba en medio del gran salón del trono por las noches, en absoluta soledad, contemplando su imponente y regia figura, odiándolo, soñando con todas y cada una de las formas con las que podría destruirlo. Bueno, ahora ya era adulto y esa sensación no había cambiado. Esa mañana, se descubrió a sí mismo contemplando el trono, odiándolo, deseando destruirlo.
A lo lejos se oían las campanas que anunciaban que la comitiva de Guillerton había cruzado las fronteras de Miradoth. En ese momento, toda la guardia real seleccionada los escoltaría hasta la capital, donde se celebraría la recepción. El capitán Fork estaba al mando de la comitiva real y Plaiton, ese estúpido, no había dejado de alardear durante toda la noche sobre que había sido seleccionado para ir a la derecha del Capitán. Como envidiaba a ese desgraciado. De inmediato, al cese de las campanas, aparecieron los miembros mas distinguidos de la corte, los grandes Señores de Miradoth acompañados de sus familias, tomando posiciones en el gran salón. Siguiéndoles, hicieron su entrada el Rey Fimer y su esposa Erola. La madre de David era una mujer muy hermosa, dulce y cariñosa. Era la única hija viva de una de las más honorables familias de Miradoth. No se había casado con Fimer por amor, había sido más bien un contrato entre sus abuelos, pero David estaba seguro de que, en algún punto de su caminar juntos, su madre había terminado enamorándose de Fimer. Erola sonrío con dulzura al contemplar la apuesta figura de su hijo y lo agarró del brazo cuando éste, caballerosamente, se lo tendió. Besó la mejilla de su hijo y le dedicó una espléndida sonrisa. David hizo una breve reverencia a su padre, tal y como marcaba el protocolo, el Rey asintió con la cabeza y se dispusieron a subir a la tribuna.
Allí sentado se sentía una farsa, un espectáculo por el que nadie pagaría por disfrutar. La corte no era su lugar, estaba visiblemente inquieto e incomodo. Entre tanta cinta y la corona se sentía ridículo. Después de un rato largo en el que aprovechó para charlar con su madre, a la que llevaba meses sin ver, las trompetas del exterior del palacio resonaron, haciendo vibrar la cristalera del salón. Todo el mundo se tensó y su padre se cuadró en la tribuna. Primero entró la comitiva de Miradoth con el Capitán a la cabeza, flanqueado por Plaiton. Estaba irreconocible con el uniforme de gala, tan serio y formal. Nadie diría que era el mismo muchacho que la noche anterior bebía, bromeaba y robaba besos a las damas del bar. A continuación, vistiendo uniformes negros como el carbón, toda la comitiva de soldados de Guillerton y al final de todo ese despliegue diplomático, Mørk, el delegado del gobierno de Guillerton, la mano derecha de su rey. Mørk era un ser tétrico, desprendía un aura oscura y le envolvía un halo misterioso. Existían muchos rumores en todos los reinos vecinos sobre que conocía y manejaba la magia oscura. David solo había visto a Mørk una vez con anterioridad cuando la gran guerra comenzó, en el concilio de los Reyes. A pesar de su juventud y en contra de los deseos de Erola, su padre lo había llevado consigo al concilio con el fin de que pudiera observar todo lo que allí sucedía y aprendiese de ello. David era el único hijo del rey y, con una guerra amenazando al reino, era conveniente que aprendiese lo máximo posible sobre gobierno y diplomacia, por lo que pudiera pasar.
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Celesthöll | La llave de los mundos
FantasíaLier se despierta sin memoria y en un mundo totalmente desconocido y en guerra. Mientras intenta averiguar quién es vive como refugiada del Rey Fimer de Miradoth. Su vida cambia el día que conoce a David, un joven soldado que resulta ser la llave qu...