Fer Evanston era de esos chicos que prefería escuchar pop con un par de audífonos inalámbricos en lo que comía una hamburguesa de pollo, perdido en su mundo.
Paris Armstrong, lo más cercano a una bomba de relojería que podía estar una persona; bebi...
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Estaba decidida. Cien por ciento decidida, así que no pretendía esperar más. ¿Qué podría salir mal?
Me llené de esa seguridad cegante con la que cargaba todos los días de mi vida, y abrí las puertas de la cafetería con tal decisión, que las miradas se posaron sobre mí durante unos segundos.
Busqué con la mirada, hasta que di con aquellos audífonos rosados fucsia, y comencé a hacer mi camino a través de las mesas.
Mis pasos eran firmes y marcados, y no había paso para el nerviosismo en mi organismo. Tenía mi objetivo fijado, y no iba a mirar hacia atrás.
Cuando estuve en su mesa, apoyé las manos con fuerza contra esta, haciendo un sonido que hizo que el chico quitase sus audífonos de su cabeza.
—¿Sabes? —pronuncié en lo que mascaba un chicle de fresa—, te ves como el chico perfecto.
Fer Evanston levantó su mirada hacia mí, confundido, y aguantando un buche de soda en sus mejillas.
Tragó, sin despegar sus ojos de mí, e hizo una mueca cuando la soda bajó por su garganta.
—¿Perfecto para qué? —preguntó con confusión y sacudió su cabeza.
Elevé la comisura izquierda de mi boca, y apoyé mi barbilla sobre mi mano.
—Para ser mi novio.
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