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        Gustabo abrió los ojos, topándose de lleno con la oscuridad de su cuarto. En el techo se dibujaban las sombras de los coches que pasaban por la calle, despertando en él sentimientos oscuros.

Por la ventana podía ver el cielo nocturno cubierto de nubes, mientras se oía el ligero resonar de las gotas de llovizna sobre el techo. Suaves pero constantes.

Se quedó quieto, inhalando y exhalando con parsimonia. Era otra de esas noches de insomnio, donde el miedo reptaba las paredes hasta alcanzarlo y consumirlo por completo. Porque así, temeroso, era más fácil de vencer.

Fijó sus ojos en las esquinas de su habitación, con el creciente sentimiento de inquietud en su pecho. En su cabeza se escuchaban ecos, una voz conocida rebotando en su mente, riéndose mientras lo llamaba.

La desesperación lo estaba venciendo, la voz se sentía más cerca, golpeando su cabeza desde dentro. Estaba perforando su cerebro, tratando de que se fuera, para tener el camino libre, al fin.

Gustabo estiró sus manos a la mesita de noche, rebuscando sus pastillas y el vaso con agua, sin poder hallar nada. Se sentía como si fuese una pesadilla o, quizá, era mucho peor: era la realidad, y Pogo había alcanzado llegar hasta allí.

Vio una sombra moverse en una esquina, al mismo tiempo que se escuchaban truenos lejanos y el viento que comenzaba a sacudir las hojas de los árboles. Respiró con dificultad, oyó pasos fuera de su cuarto.

Sintió esa voz hablándole, pidiendo que lo dejara salir. Porque, según él, lo necesitaba.

—¡Cállate! —gritó, con la voz entrecortada. Comenzó a temblar, estaba sudando y sus ojos escocían por el llanto que amenazaba con soltar.

La puerta se abrió, dejando resonar en la habitación el sonido de las bisagras viejas. Un sonido infernal, como de película de terror.

En su estómago crecía la sensación de pánico, revolviendo sus tripas. Cerró los ojos con fuerza. Solo pidió que, esta vez, Pogo no le sacara todo lo que tenía.

—¿Gustabo, estás bien? —la voz de Horacio iluminó su vida, como tantas otras veces. Abrió los ojos, encontrándose con el otro, notoriamente preocupado—. ¿Bebé?

El rubio se tiró hacia el más alto, derramando lágrimas de felicidad, de gratitud. Otra vez, Horacio estaba ahí para rescatarlo. Nuevamente, había sido su héroe.

—¡Estás aquí!

Horacio lo atrapó por la cintura, hundiendo su cara en el cuello de Gustabo, dejando pequeños besos ahí.

—¡Por supuesto! —río—. Soy Horacio, con H de...

—¡Héroe!

Y los dos rieron descontroladamente, sin separarse. Aun con el cuarto a oscuras, Gustabo ya no sentía miedo, porque había otro tipo de luz allí. Ese brillo que irradiaba Horacio, su familia, el amor de su vida, su otra mitad. 

Eternidad | GustabowlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora