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   Gustabo sonreía al oír a Segismundo reír como un niño, mientras sus manos estaban entrelazadas debajo de la mesa. Horacio los miraba, cómplice, del otro lado.

—¿Ha quedado claro, capullos? —el superintendente suspiró, harto de tener que lidiar con aquellos imbéciles que hacían el tonto día sí y otro también.

Segismundo asintió, despreocupado, a los regaños de Conway, mientras él y Horacio no dejaban de molestarle, causando que este los amenazara con sacar la porra.

Por debajo de la mesa Gustabo sentía el calor de las manos ajenas, un toque brusco pero cálido. Sentía cómo encajaban a la perfección, como si fuera algo que estaba destinado a suceder, el cruzárselo en su vida. Le susurró al oído mientras el superintendente perseguía a Horacio por la comisaría.

—Te quiero, nene.

Y ambos comenzaron a reírse.  

Eternidad | GustabowlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora