CAPÍTULO 11: POBRE MAC

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En cierto sentido fue un fracaso el sacrificio de Rosa, pues aunque los mayores la reverenciaron más después de aquello, y así lo demostraron, en los muchachos no provocó el respeto repentino que ella creía. Más aún, tuvo que ofenderse un poco al escuchar que Archie decía que no le veía punta al asunto, y el Príncipe acrecentó su desazón al manifestar que era una perfecta tontería. Se comprende que experimentase toda esa desazón, pues aunque una no espere
que suenen trompetas, siempre es grato que las virtudes propias sean reconocidas y es forzoso sentirse desengañada cuando tal cosa no tiene lugar. Pronto llegó un momento, no obstante, en que Rosa, sin habérselo propuesto, se
captó no solo el aprecio de sus primos, sino su gratitud y afecto también. Poco después del episodio de la isla, Mac sufrió un ataque de insolación y durante
un tiempo estuvo muy mal. Fue tan repentino que a todos los tomó de sorpresa, y durante algunos días la salud del niño peligró mucho. Se curó poco a poco, sin embargo; y entonces, precisamente cuando en la familia reinaba de nuevo la alegría, una sombra siniestra se cernió sobre ellas. Mac empezó a quejarse mucho de la vista, cosa comprensible, pues la había esforzado mucho, y como nunca fue muy fuerte, el sufrimiento era doblemente lógico. Ninguno se atrevió a comunicarle el pronóstico alarmante del médico oculista que
fue a verlo, y el niño trató de tener paciencia, pensando que con unas semanas de descanso repararía el destrozo de muchos años. Le prohibieron mirar siquiera un libro, y como eso era lo que más lo apasionaba, el Gusano se sintió terriblemente afligido. Todos deseaban leerle en voz alta, y al principio los chicos pujaron por la distinción y el honor. Pero a medida que transcurrían las semanas y Mac seguía confinado a la quietud y la oscuridad, el celo disminuyó. No era cosa fácil para chicos tan movedizos, precisamente en mitad de sus vacaciones; y nadie los culpó si ahora pujaban por hacer encargos, visitarlo brevemente, y traerle tan sólo cálidas expresiones de simpatía. Los mayores hicieron cuanto les fue posible, pero el tío Mac era hombre muy ocupado, las lecturas de tía Juana sonaban a entierro y no había quien pudiese aguantarlas mucho rato, y las otras tías estaban absorbidas por sus respectivas preocupaciones, aunque no dejaban de tener con el chico todas las atenciones imaginables. El tío Alec era ideal, pero no podía dedicar el día entero al enfermito, y si no hubiese sido por Rosa, el pobre Gusano la habría pasado muy mal. Su voz agradable fue un regalo para los oídos del niño, su paciencia no tuvo límites y al parecer el
tiempo carecía de valor para ella, todo lo cual significa que el consuelo fue inmenso. La niña denotó un gran poder de abnegación, y permaneció fielmente en su puesto mientras los demás huían. Hora tras hora se la vio sentada en el cuarto en penumbra, donde el único rayo de luz era el que iluminaba el libro, leyéndole al
chico, que con los ojos cubiertos disfrutaba de aquel único placer que iluminó sus días de dolor. A veces se ponía exigente y, era difícil complacerlo, a veces refunfuñaba porque la lectora no sacaba partido de los libros áridos que él prefería, y otras se mostraba tan abatido que ella sentía impulsos de llorar. Pero a través de estos sufrimientos Rosa se mantuvo incólume, y apeló a todos los recursos posibles para aliviar su situación. Cuando se quejaba fue paciente; cuando refunfuñaba, proseguía valerosa la marcha a través de las páginas abstrusas, que nada tenían de sequedad,
pues sus lágrimas caían en silencio sobre ellas de cuando en cuando. Y las veces en que Mac se denotaba deprimido, lo alentaba con todas las palabras de esperanza que acudían a su imaginación. Dijo poco, pero ella adivinó que le estaba agradecido, pues lo sobrellevaba mejor
que ningún otro. Si llegaba tarde, él no protestaba; cuando tenía que marcharse, el niño parecía quedarse triste; y cuando el corazón dolorido parecía sentir con más fuerza el peso de su infortunio, ella tenía siempre una forma u otra de calmarlo y hacerlo dormir, tarareando las viejas canciones aprendidas de su padre.
—No sé que haría sin esa niña —decía a menudo la tía Juana.
—Vale tanto como todos esos demonios juntos —agregaba Mac, preguntando anhelante si la silla estaba colocada en su sitio para cuando Rosa llegase.
Esa era la recompensa que a Rosa halagaba, el agradecimiento que le daba aliento; y cuando sentía cansancio, miraba la pantalla verde y la cabeza rizosa que se
removía en la almohada, y las pobres manos temblorosas, al tocarla, parecían acariciarle el corazón, infundiéndole renovado ánimo.
Estaba lejos de suponer todo cuanto aprendía en aquellos momentos, tanto a través de los libros que leía como en los sacrificios que hacía días tras día. Cuentos y
poesía eran su deleite, pero a Mac no le interesaban; y como sus griegos y romanos
predilectos estaban prohibidos, se avino a relatos de viajes, biografías y las historias
de las grandes invenciones y descubrimientos. Rosa despreció éstas cosas al
principio, pero no tardó en apasionarse por las aventuras de Livingstone, la vida emocionante de Hobson en la India y las tribulaciones y triunfos de Watt, Arkwright,
Fulton y «Palissy the Potter». Los libros de esta clase templaron el espíritu de la niña
soñadora, cuya devoción y cuya paciencia sin límites conmovieron al chico, y más tarde ambos conocieron la utilidad que esas horas al parecer pesadas tendrían en sus
vidas.
Una mañana brillante, mientras Rosa se disponía a empezar un grueso volumen titulado «Historia de la Revolución Francesa», temerosa de sufrir mucho con la retahíla de nombres largos, Mac, que se movía lentamente por el cuarto como un oso
ciego, la detuvo preguntándole bruscamente:
—¿Qué día es hoy?
—Siete de agosto, según creo.
—¡Ha pasado casi la mitad de mis vacaciones! —exclamó Mac, con sordo encono — y no he disfrutado de ellas más que una semana.
—Así es; pero queda mucho aún, y es posible que aun goces del resto.
—¿Cómo es posible? ¡Es seguro! ¿Supone ese viejo mentecato que voy a seguir apolillándome aquí dentro mucho tiempo más?
—Por lo visto, sí; a menos de que tus ojos mejoren con mucha mayor rapidez que hasta ahora.
—¿Ha dicho algo nuevo últimamente?
—Yo no lo he visto. ¿Empezamos? Esto parece muy bonito.
—Lee; todo me es igual.
Y Mac se tiró en el viejo canapé, donde su cabeza descansaba más. Rosa empezó su lectura con gran entusiasmo, arremetiendo valerosamente contra los nombres difíciles de pronunciar y sacándolos a flote bastante bien; o por lo menos eso parecía,
en virtud de que su oyente no le corrigió una sola vez y se lo veía tan quieto que la niña lo supuso interesadísimo. Mas de pronto el niño la detuvo en mitad de un párrafo hermoso, pegó un golpe con los pies al bajarlos al suelo y se irguió de un salto,
diciendo con nerviosa entonación:
—¡Basta! No quiero oír una palabra más y es mejor que reserves tus energías para contestarme unas preguntas.
—¿De qué se trata? —inquirió Rosa, mirándolo preocupada, pues algo estaba cavilando y temió que el niño hubiera adivinado sus pensamientos. El resto de la conversación le demostró que así era.
—Mira, quiero saber una cosa y tienes que decírmela.
—No, por favor… —empezó Rosa, implorante.
—Tienes que hacerlo, o de lo contrario me arranco esta visera y me pongo a mirar el sol con todas mis ganas. Vamos…
Casi pareció que quería poner en ejecución su amenaza. Rosa, muy alarmada, gritó:
—Sí, bueno; pregunta y te diré lo que quieras. Pero no seas imprudente y deja de pensar en tonterías.
—Muy bien. Entonces, escucha, y no esquives la pregunta, como hacen todos. ¿Que conclusión sacó el doctor la última vez que vino? ¿No dijo que sigo peor de la vista? Mamá no me lo cuenta, pero tú lo harás.
—Creo que sí —contestó Rosa, muy desfalleciente.
—Me lo imaginaba. ¿Y dijo que podría volver a la escuela cuando empezaran las clases?
—No —replicó Rosa en voz muy baja.
—¡Ah!
Fue eso todo, pero Rosa notó que su primo apretaba los labios y respiraba muy hondo, como si le hubieran aplicado un golpe tremendo. El chico sobrellevó la desilusión con entereza, sin embargo, y al cabo de un minuto preguntó muy calmo:
—¿Cuándo cree que puedo volver a estudiar? ¡Qué difícil era contestar aquello! Rosa comprendió, sin embargo, que debía hacerlo, pues la tía Juana había declarado que ella no se atrevía y el tío Mac le suplicó que hiciese conocer la verdad al
chico poco a poco.
—Durante unos cuantos meses, no.
—¿Cuántos meses? —preguntó el niño con patética rebeldía.
—Tal vez un año.
—¡Un año entero! ¡Yo que esperaba volver a clase pronto! —y entonces,
levantando la cortina de un tirón, Mac la miró con ojos de asombro, y muy pronto un rayo de luz le dio de lleno en la vista y el chico no pudo soportar la intensidad luminosa.
—Ya tendrás tiempo para todo, Mac; debes ser paciente y cuidar la vista mucho, porque de lo contrario la expondrás a esfuerzos innecesarios, que hagan más difícil la
curación —dijo ella, llorando.
—¡No quiero! Voy a estudiar de nuevo y me curaré a mi modo. Eso de andar con tantos remilgos durante un tiempo tan largo es una estupidez. Los médicos procuran siempre tener enfermo para rato. Yo no aguanto…. ¡no! —y golpeo con el puño la
almohada, como si estuviese dando de puñetazos al médico cruel.
—Oye, Mac —dijo Rosa muy seria, disimulando el temblor de la voz y las
trepidaciones de su corazón—. Sabes de sobra que te has perjudicado la vista leyendo con luz artificial y en sitios oscuros y acostándote muy tarde. Ahora sufres las consecuencias. Eso es lo que dijo el médico. Es necesario que te cuides, tal como te ha dicho el médico, porque de lo contrario te quedarás…. ciego.
—¡No!
—Sí, es verdad; y pidió que te dijésemos que sólo el descanso absoluto puede curarte. Sé que es muy doloroso, pero todos haremos lo que nos sea posible; te leeré días enteros, te conduciré de un sitio a otro y te atenderé en todo momento, tratando
de que te resulte más llevadero…
Se detuvo. Era evidente que el chico no la escuchaba. Al parecer, la palabra «ciego» lo había impresionado vivamente, pues enterró la cara en la almohada y así permaneció tan inmóvil que Rosa de pronto sintió miedo. Se mantuvo quieta unos minutos, deseosa de consolarlo, pero sin saber como y preguntándose por que no vendría el tío Mac, ya que él había prometido revelar al niño la terrible verdad. Al poco rato, desde la almohada llegó a sus oídos un ruido como de sollozos ahogados que la inquieto muchísimo, los sollozos más patéticos de que tenía memoria. Aun cuando era ese el medio más natural de alivio, estaba indicado que se evitase al niño esta clase de disgustos por razón de sus ojos enfermos. El libro de la
Revolución Francesa se le cayó al suelo y Rosa corrió al sofá, arrodillándose a sus
pies y diciendo con esa especie de ternura maternal que es tan propia de las niñas
frente al dolor:
—¡Mac, querido Mac, no llores! Te perjudica más los ojos. Quita la cabeza del calor de la almohada y dejame refrescártela. Entiendo que estés muy afligido, pero no llores así. Yo lloraré por ti, si quieres; a mí no me afectará del mismo modo.
Mientras hablaba, retiró la almohada suavemente y vio la visera completamente
arrugada y manchada de lágrimas, las lágrimas del amargo desaliento que Mac acababa de sufrir. Mac presintió su compasión, pero era chico y no le dio las gracias; tan solo se incorporó en el asiento bruscamente y dijo, mientras procuraba enjugar las lágrimas delatoras con la manga de su chaqueta:
—No te preocupes. Los ojos enfermos siempre lloran. Estoy bien.
Rosa se le abalanzo y exclamó:
—¿No los roces con ese género áspero de lana!
Acuéstate y deja que te aplique un baño ocular. Con eso volverás a sentirte perfectamente.
—Me arden espantosamente. Por favor, Rosa, ¿no les dirás a los otros muchachos
que me he portado como un chiquillo? —añadió, sometiéndose a las órdenes de la enfermera en medio de un suspiro más prolongado.
Rosa, entretanto buscaba el baño de los ojos y un pañuelo fino de hilo.
—Claro que no les diré nada; pero cualquiera de ellos se sublevaría de igual modo ante un… un contratiempo como este. Estoy segura de que te vas a portar admirablemente, y sabes de sobra que estas cosas no son tan terribles cuando uno se habitúa un poco. Además, es por un tiempo solamente, y si bien no puedes estudiar,
son muchas las cosas gratas que puedes hacer. Tendrás que llevar antiparras azules tal
vez; ¿no te parece divertido? Y mientras pronunciaba todas estas palabras de consuelo, Rosa le lavaba
suavemente los ojos y humedecía la frente caliente con agua de lavanda. El paciente,
inmóvil, la contemplaba con expresión que aumentaba el dolor de la niña.
—Homero fue ciego y Milton también y a pesar de su ceguera pudieron realizar una obra inolvidable —dijo Mac como hablando consigo mismo, en tono solemne,
pues ni siquiera los anteojos azules provocaron una sonrisa.
—Papá tenía un cuadro que representaba a Milton en compañía de sus hijas, las cuales escribían lo que él les dictaba —dijo Rosa con voz grave, tratando de salir directamente al encuentro del niño—. Siempre me pareció un cuadro esplendido.
—Tal vez yo podría estudiar si alguien me leyese, supliendo la vista que no puedo usar. ¿Podrías tú? — preguntó el niño, asiéndose esperanzado a este rayo.
—Claro que si, siempre que tu cerebro soporte el esfuerzo. Lo que te ha hecho daño es el golpe de sol, y tu cabeza necesita descanso, según dice el médico.
—La próxima vez que venga le haré unas cuantas preguntas y averiguare qué cosas puedo hacer; entonces sabré cuáles son mis limitaciones. ¡Qué estúpido fui aquel día, asándome los sesos al sol y leyendo hasta que las letras empezaron a bailar
una danza infernal! Ahora veo toda una serie de cosas raras cuando cierro los ojos bolitas negras que parecen remontarse por el aire, estrellas y toda suerte de objetos extraños. ¿Les pasará lo mismo a todos los ciegos?
—No te ocupes de los ciegos; yo seguiré leyendo, ¿te parece bien? Pronto llegamos al pasaje emocionante, y entonces te olvidarás de todo esto. —No, no lo olvidaré nunca. ¡Deja la Revolución tranquila! No quiero seguirla escuchando. Me duele la cabeza y siento un calor enorme. ¡Cómo me gustaría remar un rato en el «Petrel tormentoso»! —y el pobre Mac se removía como no sabiendo que hacer consigo mismo.
—Si te cantase un poco, tal vez te dormirías y así el día te parecerá más corto.
—Tal vez. Anoche no dormí mucho, y además soñé como un condenado. Oye, lo
que puedes hacer es decir a todos que ya estoy enterado, y que está bien; pero no quiero que hagan un escándalo, ni vengan a poner cara de asustados a mi lado. Nada más, y ahora vete, para que yo procure dormir. ¡Ojalá pudiese dormirme un año entero y despertarme curado!
—¡Cómo lo desearía yo también! Rosa dijo esto con vehemencia tal, que Mac se sintió conmovido y a tientas le buscó el delantal, tomándolo de una punta, como si hallase consuelo en tenerlo cerca de si. Pero todo lo que dijo, fue:
—Eres un tesoro, Rosa. Cántame «Los abedules», que es somnolienta y siempre me adormece…. Muy contenta con el resultado de sus pacientes súplicas, Rosa empezó a cantar, con voz monótona, la bella balada escocesa cuyo estribillo repite: Bella niña, ¿vas a ir, vas a ir a los abedules de Aberfeldie?
No podríamos decir si la bella niña fue o no, pero nuestro amiguito tardó menos de diez minutos en transportarse a reinos de Morfeo, exhausto por efecto de las malas noticias y el esfuerzo realizado para aceptarlas varonilmente.

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