CAPÍTULO PRIMERO: DOS NIÑAS

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Completamente sola, Rosa estaba sentada en una de las salas más grandes y bonitas de su casa, con el pañuelo en la mano, listo para recoger su primera lágrima, pues cavilaba en sus tribulaciones y el llanto era inevitable. Se había encerrado en este cuarto por considerarlo sitio adecuado para sentirse miserable; pues era oscuro y silencioso, estaba lleno de muebles antiguos y cortinados sombríos y de sus paredes pendían retratos de venerables caballeros de peluca, damas de austeras narices, tocadas con gorros pesadotes y niños que llevaban chaquetas colimochas y vestiditos cortos de talle. Era un lugar excelente para sentir dolor; y la lluvia primaveral intermitente que golpeaba los cristales de las ventanas parecía decir entre sollozos: «¡Llora, llora! Estoy contigo». Rosa tenía su buen motivo para sentirse triste, pues era huérfana de madre, y
últimamente había perdido al padre también, con lo cual no le quedó más hogar que éste de sus tías abuelas. Hacía sólo una semana que estaba con ellas, y aunque las viejecitas queridas se esforzaron todo lo posible por hacer que viviese contenta, no lograron mucho éxito que digamos, ya que era muy distinta a cuantos niños conocían, y experimentaron casi la misma sensación que si estuviesen al cuidado de una mariposa abatida. Le dieron amplia libertad dentro de la casa, y durante un día o dos pudo entretenerse recorriéndola completamente, pues era una mansión soberbia, llena de toda clase de recovecos, cuartos encantadores y corredores misteriosos. En los sitios más inesperados aparecían ventanas; había balcones que daban al jardín muy románticamente y en el piso alto tenían un salón en que se veían bastantes curiosidades de todas partes del mundo, dado que durante generaciones los Campbell fueron capitanes de mar.
La tía Abundancia permitió a Rosa revolver en su alacena de porcelana, un sabroso refugio, que encerraba muchas de esas chucherías que a los chicos encantan; mas pareció que a Rosa tenían sin cuidado las apetitosas tentaciones, y cuando fallo la esperanza, la tía Abundancia se dio por vencida desesperadamente.
La bondadosa tía Paz puso en juego toda suerte de hermosas labores de aguja y proyecto un roperito de muñecas que habría hecho aguada boca de una niña algo mayor. Pero Rosa demostró poco interés en sombreritos de satén rosado y medias miniatura, aunque cosió cumplidamente, hasta que la tía la sorprendió enjugándose lágrimas con la cola de, un vestidito de novia, y ese descubrimiento puso punto final a las sesiones de costura.
Luego ambas damas aunaron ideas y seleccionaron juntas la niña modelo de la
vecindad, para que viniese a jugar con su sobrinita. Pero Annabel Bliss constituyo un
fracaso mayor que los otros, pues a Rosa no le cayo en gracia, y declaro que le resultaba tan parecida a una muñeca de cera, que hasta llego a sentir deseos de pellizcarla para ver si gritaba. La relamida Annabel fue devuelta a su casa, y durante uno o dos días las impotentes tías dejaron a Rosa librada a sus propios arbitrios.
El mal tiempo y un constipado la retuvieron dentro y paso la mayoría del tiempo en la biblioteca donde se conservaban los libros de su padre. Allí leyó muchísimo, lloro un poco y acaricio algunos de esos sueños inocentes y seductores en que los
chicos imaginativos encuentran tanto solaz y deleite. Esto pareció mucho más agradable que ninguna otra cosa, pero no dio el resultado apetecido y la niña fue
volviéndose pálida, ojerosa y desatenta, aunque la tía Abundancia le dio más cuerda de la que se necesita para hacer un ovillo y la tía Paz la acariciaba como si fuese un cachorrito.
Viendo esto las pobres tías se estrujaban los cerebros buscando nuevas distracciones, y determinaron recurrir a un expediente audaz, aunque no muy
esperanzadas en el éxito. Nada dijeron a Rosa acerca de su plan para ese sábado por
la tarde, pero la dejaron tranquila hasta el momento de la gran sorpresa, sin imaginarse ni remotamente que la extraña criatura encontraría por sí misma una distracción en el sitio menos indicado.
Antes de que la primera lágrima tuviese tiempo de abrirse paso, el silencio fue interrumpido por un sonido que la hizo aguzar los oídos. Eran tan solo el gorjeo suave de un pájaro, pero le pareció que sería un pájaro singularmente dotado, pues mientras escuchaba el gorjeo se trocó en animoso silbido, luego en un trino, luego un arrullo y después un pío-pío, hasta rematar en una mezcla musical de todas las notas, como si el ave hubiese prorrumpido en carcajadas. Rosa rió también, olvido su
pesar, y poniéndose en pie de un salto, dijo ansiosamente:
-¡Es un sonsonete! ¿Dónde está?
Corrió todo lo largo del salón y miró a hurtadillas por ambas puertas, pero lo único que vio con plumas fue un pollo de cola sucia bajo una hoja de bardana. Escuchó nuevamente y creyó notar que el sonido provenía de la casa misma. Se puso en marcha, encantada con la persecución, y el sonido cambiante la condujo a la
puerta de la alacena de la porcelana.
-¿Aquí dentro? ¡Qué raro! -dijo. Pero cuando entró, no vio por allí más ave
que las golondrinas de porcelana, trenzadas en su beso interminable, que se destacaban en un estante. Repentinamente, se le iluminó el rostro y, abriendo la portezuela deslizante, miró en la cocina. Pero la música había cesado, y lo único que vio fue una chica de delantal azul que fregaba la hornalla. Rosa dirigió su mirada en torno durante un minuto y preguntó bruscamente:
-¿Has oído el sonsonete?
-Yo más bien lo llamaría Febe -contestó la niña, levantando sus ojos negros, en los cuales brillaba una chispita.
-¿Y por dónde se ha ido?
-Sigue estando aquí.
-¿Dónde?
-En mi garganta. ¿Quieres oírlo?
-¡Oh, sí! Voy a entrar.
Rosa trepó por la portezuela hasta el ancho estante del otro lado, por cuanto tenía demasiada prisa y demasiada curiosidad para dar toda la vuelta.
La niña se secó las manos, cruzó los pies sobre la pequeña isla de esterilla perdida en un mar de jabón y, con el imaginable asombro de parte de Rosa, de su garganta salió el gorjeo de una golondrina, el silbido de un petirrojo, el llamado de un azulejo,
el canto de un zorzal, el arrullo de una paloma torcaz y muchas otras notas familiares,
rematadas como antes en el éxtasis musical de uno de esos pajaritos que cantan y revolotean por encima de los arrozales.
De tal modo se maravilló Rosa que estuvo a punto de caerse del estante y cuando concluyó el pequeño concierto aplaudió con entusiasmo.
-¡Es sorprendente! ¿Quién te ha enseñado?
-Los pájaros -contestó la chica, sonriendo, y volvió a su tarea.
-¡Es admirable! Yo sé cantar, pero nada que pueda compararse. ¿Cómo te llamas?
-Febe Moore.
-He oído hablar de los pájaros febe; pero no creí que una Febe de veras lo
pudiese hacer -rió Rosa, añadiendo, mientras observaba con interés las jabonaduras dispersas en los ladrillos:
-¿Puedo entrar a verte trabajar? Allí fuera estoy muy sola.
-Claro... Si es tu gusto -contestó Febe, retorciendo el trapo con un aire profesional que impresionó mucho a Rosa.
-Debe ser divertido chapotear en el agua y pescar el jabón en el fondo -dijo Rosa, completamente cautivada con la nueva actividad-. Me encantaría hacerlo, sólo que mi tía no me lo permitiría, creo.
-Te cansarías pronto; lo mejor es que te quedes tranquila mirando.
-Por lo visto, ayudas mucho a tu mamá.
-No tengo familia.
-¿Y dónde vives, entonces?
-Confío que voy a vivir aquí. Debby quiere que alguien ayude en la casa, y estoy en prueba por una semana.
-¡Ojalá te quedes, porque esto es muy triste! -dijo Rosa, que ya le había
tomado cariño a aquella chica que sabía cantar como los pájaros y trabajar como una mujer.
-Así lo espero, pues he cumplido los quince y estoy en edad de ganarme la vida. Has venido para quedarte un poco, ¿verdad? -preguntó Febe, mirando a su huésped y preguntándose cómo podía ser triste la vida para una niña que llevaba vestido de seda, un delantal de fruncidos primorosos, un dije precioso y el cabello recogido con una cinta de terciopelo.
-Sí, me quedaré hasta que venga mi tío. Ahora es mi tutor y no sé qué piensa
hacer conmigo. ¿Tienes tutor?
-¡Oh, no! Me abandonaron en los escalones del hospicio cuando era muy
pequeña y como la señorita Rogeris me tomó afición, allí he vivido desde entonces. Murió, ¿sabes?, y ahora tengo que bastarme sola.
-¡Qué interesante! -exclamó Rosa, y como era muy afecta a los cuentos de huérfanos, de los cuales había leído muchos, prosiguió: -Es igualito que Arabella
Montgomery en «La gitana». ¿Lo has leído alguna vez?
-No tengo libros que leer, y todo el tiempo que me queda libre lo paso
correteando por el bosque; eso me proporciona más descanso que las historias - contestó Febe, mientras terminaba una parte de su trabajo e iniciaba otra.
Rosa la miró mientras contemplaba una sartén llena de habichuelas, y se preguntó qué tal sería eso de tener mucho trabajo y que no quede tiempo para jugar. Al instante pareció que Febe pensó que le tocaba a ella hacer preguntas y dijo:
-¿Has estudiado mucho, verdad?
-Sí, sí. He estado pupila casi un año, y he tenido lecciones para dar y regalar. Cuantas más estudiaba, más me daba la señorita Power y no sé cómo no se me secaron los ojos de tanto llorar. Papá nunca me mandaba hacer nada que fuese
pesado, y cuando me enseñaba algo lo hacía tan bien, que me encantaba estudiar.
¡Fuimos tan dichosos y nos quisimos tanto! Pero ha muerto y he quedado sola.
La lágrima que no quiso brotar cuando Rosa la esperaba escapó ahora de sus ojos sin ayuda, no una sino dos; y ambas resbalaron por sus mejillas, subrayando su amor y su dolor mucho mejor que hubiesen podido hacerlo las palabras. Durante un minuto no se oyó en la cocina más ruido que los sollozos de la niña y
el repiqueteo acompasado de la lluvia. Febe dejó de pasar las habichuelas de una
sartén a la otra, y sus ojos reflejaron conmiseración al posar la vista en la cabeza rizada que Rosa agachaba sobre sus rodillas, pues pensó que el corazón, debajo de
aquel dije hermoso, sentía el dolor de la pérdida, y el coqueto delantal estaba
acostumbrado a enjugar lágrimas más tristes que todas las derramadas por ella en su vida.
Como quiera que fuese, se sintió más satisfecha con su vestidito de percal marrón y su delantal a cuadros azules. La envidia cedió el puesto a la compasión, y si hubiese tenido más valor se habría levantado para acercarse a su afligida huésped y apretujarla contra su cuerpo.
Pensando que tal vez eso estaría feo, dijo en un tono alentador:
-Estoy segura que no debes estar tan sola, teniendo toda esa gente alrededor tuyo, todos tan ricos y tan inteligentes. Te van a deshacer de tanto acariciarte, dice
Debby, porque eres la única chica de la familia.
Las últimas palabras de Febe hicieron sonreír a Rosa a pesar de sus lágrimas, y por entre los pliegues del delantal asomó su carita, diciendo en un tono de cómica
amargura:
-¡Ése es uno de mis pesares! Tengo seis tías, y todas me quieren con ellas, pero no conozco a ninguna bastante bien. Papá bautizó esta casa con el nombre de «el
hormiguero de las tías», y ahora veo por qué.
Febe rió con ella, al decir:
-Todos la llaman así, y el nombre está muy bien puesto, pues -todas las
señoras Campbell viven por aquí cerca y vienen continuamente a ver a las ancianas.
-Podría soportar a las tías, pero hay docenas de primos, chicos horribles todos ellos, y detesto los chicos. Algunos vinieron a verme el miércoles pasado, pero yo estaba acostada, y cuando vino a llamarme la tía me metí bajo las cobijas y fingí estar dormida. Alguna vez tendré que verlos, pero les temo muchísimo.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Rosa, pues, habiendo vivido sola con su padre inválido, no sabía nada de niños y los consideraba algo así como bestiezuelas
salvajes.
-¡Oh! Creo que a mí me gustan. Los he visto corriendo por ahí cuando vienen de la Punta, unas veces en los botes y otras a caballo. Si te gustan los botes y los caballos, vas a divertirte en grande.
-No, no me gustan. Los caballos me dan miedo y los botes me enferman, y
además aborrezco los chicos.
La pobre Rosa se retorció las manos, pensando en el cuadro que se ofrecía ante su vista. Uno solo de aquellos horrores hubiera podido soportarlo; pero todos juntos eran mucho para ella, y se puso a pensar en el tiempo que le faltaría para volver a la
escuela detestada.
Febe rió de sus temores, y tal fue su risa que las habichuelas bailaron en la sartén; pero trató de consolarla sugiriéndole medios y recursos.
-Es posible que tu tío te lleve donde no hayan chicos. Debby dice que es un hombre realmente muy bueno y que siempre que viene trae montones de cosas
hermosas.
-Sí, pero ahí tienes otra molestia, pues no conozco en absoluto al tío Alec. Casi no ha venido a vernos, aunque a menudo me mandaba regalitos. Ahora dependo de él y tendré que cuidarlo hasta que cumpla dieciocho años. Puede que no me guste, y
todo el tiempo no hago otra cosa que temblar.
-Bueno, yo no buscaría quebraderos de cabeza y procuraría pasarla bien. Es seguro que creería vivir en Jauja si tuviera familia y dinero, sin otra ocupación que divertirme -empezó a decir Febe, pero no continuó, pues el bullicio que llegó a sus oídos desde fuera las hizo dar un salto.
-¡Eso es un trueno! -exclamó Febe.
-¡Es un circo! -gritó Rosa, la cual desde su pértiga elevada había divisado una especie de carro gris y varios caballitos de melenas y colas sacudidas por el viento.
El ruido fue apagándose, y las chicas estaban por reanudar sus confidencias cuando apareció la vieja Debby, al parecer enojada y somnolienta después de su siesta.
-Te buscan en la sala, Rosa.
-¿Ha venido alguien?
-Las niñas no deben hacer preguntas, sino obedecer cuando se les manda algo -fue cuanto se dignó responder Debby.
-¡Ojalá que no sea la tía Myra! -exclamó Rosa, preparándose a retirarse por el mismo camino por el cual había ido, pues la abertura de la puerta corrediza, que tenía por objeto dar entrada a pavos gordos y apetitosos pasteles de Navidad, era bastante grande para una chica delgada como ella-. Mi tía Myra me asusta a más no poder
preguntándome cómo sigo de la tos, y refunfuñando como si yo estuviese por morir.
-En cuanto veas quien es, te va a pesar que no sea tu tía Myra -gruñó Debby,
convencida de que su obligación era tratar con aspereza a los chicos-. Que no vuelva a verte entrando en mi cocina por ahí, porque si te encuentro voy a dejarte encerrada.

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