CAPÍTULO 16: PAN Y OJALES

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—¿Qué puede estar pensando mi niña ahí sola con esa carucha? —preguntó el doctor Alec avanzando por el estudio un día de noviembre al ver que Rosa se hallaba sentada con las manos cruzadas y muy pensativa.
—Tío, quiero que hablemos en serio un ratito, si es que tiene tiempo —dijo la niña, saliendo del cuarto y haciendo como si no hubiese oído la pregunta. —Estoy enteramente a tus órdenes, y muy dispuesto a escucharte —le respondió cortésmente, pues cuando Rosa denotaba empaque femenino la trataba siempre con una especie de respeto juguetón que la complacía inmensamente. Una vez que el hombre se sentó a su lado, dijo Rosa:
—He estado pensando que oficio debería aprender, y deseo que me aconseje.
—¿Oficio, querida? —y el doctor Alec la miró extrañado, tan extrañado que la niña creyó necesario ampliar sus explicaciones.
—No recordaba que usted no nos oyó hablar en Rinconcito Agradable. Solíamos sentarnos a coser debajo de los pinos y charlábamos mucho las mujeres, por supuesto; y a mí me gustaba sobremanera. Mamá Atkinson era de opinión que todas debemos tener oficio, o alguna manera de ganarnos la vida, porque los ricos pueden empobrecerse y los pobres no tienen más remedio que trabajar. Sus hijas eran muy mañosas y sabían hacer de todo; y la tía Jessie decía que la señora tenía razón. De modo que cuando vi todo lo dichosas e independientes que eran aquellas chicas, sentí deseos de tener un oficio; claro que el dinero no es lo importante, aunque me gusta mucho tener el que necesito.
El doctor Alec escuchó esta explicación con una curiosa mezcla de sorpresa, placer y esparcimiento reflejada en su rostro, y miró a la niña, pensando que de pronto se hubiese transformado en toda una señorita. Había crecido mucho esos últimos seis meses y aquella cabecita había pensado tantas cosas que cualquiera, al conocer el detalle, no hubiera podido menos de extrañarse, pues Rosa era de esas chicas que miran y meditan y de cuando en cuando dejan atónitos a sus mayores con una observación sagaz o curiosa.
—Estoy enteramente de acuerdo con las señoras y me satisfará mucho ayudarte a tomar una determinación, si es que puedo —dijo el doctor muy serio—. ¿Hacia que te inclinas? Una aptitud o un talento natural es de gran valor al decidirse.
—No tengo talento especial ninguno, ni una predilección que se destaque netamente y por eso no he pensado nada, tío. Me parece que lo mejor sería elegir una ocupación muy útil y aprenderla, porque esto no lo hago por placer, ¿sabe?, sino como parte de mi educación y a fin de estar preparada por si algún día fuese pobre —contestó Rosa, poniendo la misma carita que si realmente ansiase un poco de pobreza, para que su cualidad útil tuviese ocasión de ser puesta en ejercicio.
—Muy bien, hay una condición femenina, necesaria y excelente de la cual no debe carecer ninguna mujer, porque es útil tanto a pobres como a ricos y sirve de
auxilio a las familias que dependen de ella. Esta rara habilidad anda muy descuidada hoy en día y se la considera anticuada, lo cual es gran error, y ese error no quiero que
se repita en la educación de mi sobrina. Debe ser parte de la cultura de todas las chicas, y sé de una gran señora que no tendrá inconveniente en enseñártelo en la forma mejor y más agradable.
—¿De que se trata? —inquirió Rosa con gran vehemencia, encantada con la perspectiva de que resultara tan fácil y grato adquirir la habilidad en cuestión.
—Se trata de los quehaceres domésticos —contestó el doctor Alec.
—¿Y eso es una cualidad importante? —inquirió Rosa, sintiendo un gran
desánimo, pues había empezado a soñar vagamente en toda suerte de cosas raras.
—Sí; es una de las artes más bellas y más útiles que las mujeres pueden aprender.
No es tan romántica quizá como el canto, la pintura, la escritura y aun la misma enseñanza; pero hace del hogar el sitio más interesante, dichoso y placentero del
mundo. Sí, está bien que abras mucho los ojos; pero es el hecho que antes prefiero verte convertida en una buena ama de casa que en la atracción más vistosa de toda la ciudad. Esto no tiene por que entorpecer ninguna otra cualidad que tú poseas; pero es
una parte necesaria de tu instrucción, y confío que pondrás manos a la obra sin tardanza, ahora que ya estás bien y eres fuerte.
—¿Y quién es la señora de que habló? —preguntó Rosa, bastante impresionada por el discurso de su tío.
—La tía Abundancia.
—¿Es maestra en esa rama? —iba a decir Rosa un tanto sorprendida, pues era precisamente ésa, entre todas sus tías, la que menos preparada le pareció siempre;
pero de pronto se contuvo.
—En el buen estilo antiguo tiene una excelente preparación —dijo el tío, como si
hubiese oído lo que Rosa pensaba—, y desde que tengo uso de razón recuerdo que gracias a ella esta casa ha sido un hogar dichoso para todos nosotros. No es elegante,
pero sí buena de veras, y tan amada y respetada que cuando su lugar quede vacío habrá duelo universal. Nadie podrá ocupar ese sitio, pues las virtudes sólidas y
domésticas de la buena tía habrán pasado de moda, como digo, y lo nuevo no puede
ser la mitad de satisfactorio, por lo menos para mí.
—Me gustaría que la gente pensase lo mismo de mí. ¿Podrá enseñarme a hacer todo lo que hace ella y a ser igual de necesaria? —preguntó Rosa, un poco
arrepentida de haber pensado que la tía Abundancia pudiese ser una mujer vulgar.
—Sí, siempre que no sientas desprecio por una enseñanza tan sencilla como la que ella puede impartir. Sé que para ella no habría en el mundo una alegría mayor ni
un placer más subido que el ver que alguien se interesa por aprender de ella, pues piensa que sus días han pasado ya. Que te enseñe a ser lo que ella ha sido, una mujer de su casa, hábil, alegre y frugal, constructora y cuidadora de un hogar venturoso, y algún día reconocerás cuán útiles son esas lecciones.
—Lo haré, tío. ¿Cuándo empiezo?
—Le hablaré primero y le permitiremos ponerse de acuerdo con Debby, pues
debes saber que la cocina es una de las cosas principales.
—En efecto. No tengo inconveniente ninguno; me gusta ocuparme de comidas, y en casa hice la prueba, sólo que no tuve quien me indicase nada y lo único que hice fue estropear los delantales. Las tortas divierten mucho, pero Debby se enoja tanto, que sospecho que nunca me permitirá hacer nada en la cocina.
—Si así es cocinaremos en la sala. Sospecho que la tía Abundancia le arrancará el
consentimiento, no te preocupes. Pero una cosa quiero anticiparte, y es que prefiero verte haciendo buen pan que las mejores tortas al horno que puedan imaginarse.
Cuando me traigas un pan sano y bien cocido, que hayas hecho tú sola, estaré más satisfecho que si me ofrecieses un par de zapatillas bordadas en el estilo más moderno. No quiero sobornarte, pero te daré mi beso más cordial y prometo comer
hasta la última miga.
—¡Trato hecho! Vamos a contarle a la tía, porque estoy impaciente por empezar —exclamó Rosa, bailando delante del tío mientras lo conducía hacia la sala, en la cual la tía Abundancia estaba sentada sola y tejiendo muy satisfecha, pero alerta a cualquier llamada de auxilio que pudiese llegarle de un sitio u otro.
Es innecesario decir cuánta fue su sorpresa y satisfacción al recibir la invitación de enseñar a la niña las artes domesticas que eran su única, perfección, ni relatar con
cuánta energía se dedicó a su agradable tarea. Debby no se atrevió a gruñir, pues la tía
Abundancia era la única persona a quien obedecía sin protestas, y Febe se sintió encantada, por cuanto aquellas lecciones traían a Rosa más cerca suyo y glorificaban la cocina a los ojos de la niña.
Si hemos de ser veraces, en algunas ocasiones las tías pensaron que estaba
demasiado apartada de ellas la sobrina que desde tiempo atrás les había ganado el corazón y era el sol de la casa. A veces hablaron de esto, pero siempre concluyeron
por decir que como Alec había cargado con toda la responsabilidad, era lógico que tuviese más tiempo a la niña consigo y dispusiese de una parte mayor de su cariño,
debiendo ellas contentarse con las migajas que pudieran obtener. El doctor Alec había descubierto este pequeño secreto y después de reprocharse
su ceguera y su egoísmo, procuró dar con alguna manera de reparar el daño, cuando la consulta de Rosa vino a darle un método eficaz. No supo cuánto se había encariñado con ella hasta que la cedió a la nueva instructora, y a menudo no resistió la tentación de espiar por la puerta para ver que tal seguía, o fijarse disimuladamente
en los momentos en que ella estaba enfrascada en la masa o atendía una conferencia de la tía Abundancia. De cuando en cuando lo sorprendieron y le dieron orden de retirarse de allí, y cuando era forzoso recurrir a expedientes más suaves, lo inducían a
irse con el ofrecimiento de un poco de pan de jengibre, uno o dos pickles o una torta que no había salido tan simétrica como para merecer la aprobación de sus ojos críticos.
Por supuesto, exigió a todo trance participar abundantemente de los regalos sabrosos que aparecían ahora en la mesa, pues ambas cocineras se esforzaban por hacer demostración de gran pericia y no le dieron motivo a quejarse. Pero lo más interesante era cuando alababa especialmente un plato excelente, y en respuesta a su elogio Rosa se ponía colorada y decía modestamente:
—Lo hice yo, tío; y me halaga que le haya gustado.
Pasó tiempo antes de que apareciese el pan perfecto, pues hacer pan no es cosa que se aprende así como así, y la tía Abundancia era maestra muy minuciosa; de modo que Rosa primero estudió levaduras y a través de diversas etapas en fabricación de tortas y bizcochos llegó por fin a la perfección expresada. Fue a la hora del té y
apareció en un plato de plata, conducido orgullosamente por Febe, quien no pudo resistir la tentación de decir en voz baja, al ponerlo delante del doctor Alec.
—¿Verdad que es excelente, señor?
—Es un pan espléndido. ¿Lo hizo mi sobrina sola? —preguntó el buen hombre, inspeccionando el objeto bien formado y oloroso con mucho interés y gran deleite.
—Todo ella sola, sin recurrir a la ayuda o consejo de nadie —contestó la tía Abundancia, cruzando las manos en actitud de satisfacción no mitigada, pues su alumna le hacía amplio honor.
—He fracasado y he sufrido contratiempos tantas veces, que llegue a creer en la imposibilidad de hacerlo sola. Debby dejó que una hornada se quemase por completo
porque yo me había olvidado de sacarla. Estaba allí y se enteró por el olor, pero no hizo nada, pues dijo que para hacer bien el pan es forzoso estar pendiente de los detalles. ¿No es cierto que fue una crueldad? Por lo menos, debió llamarme —explicó
Rosa, revolviendo entre sus suspiros el recuerdo angustioso de aquellos momentos.
—Su intención fue que aprendieses por tu propia experiencia, como Rosamunda en aquello del jarro de púrpura, que debes recordar.
—A mí siempre me pareció que la mamá de Rosamunda fue muy injusta, pues cuando la niña le pidió una vasija en que poner la sustancia purpúrea, hizo mal en
contestarle: «No estoy conforme en prestarte ninguna vasija, pero lo haré». He sentido odio hacia esa mujer aborrecible, aunque reconozco que fue una madre buena.
—No te preocupes de ella ahora, y sígueme contando lo del pan —dijo el doctor Alec, a quien divirtió aquella repentina indignación de Rosa.
—No hay nada más que decir; tío, salvo que puse mi mayor empeño, me ocupe con toda atención, y no le quité la vista de encima mientras estaba en el horno. Esta vez todo salió bien, y ha resultado un pan de buen aspecto, como puede apreciar.
Pruébelo, y dígame si tiene tan buen gusto como cara.
—¿Es necesario que lo corte? ¿No podría ponerlo bajo vidrio y guardarlo en la sala, como se guardan las flores de cera?
—¡Vaya una ocurrencia! Se fermentaría y echaría a perder. Además, todos se reirían de nosotros y tomarían a broma mis esfuerzos. Me ha prometido comerlo y
tiene que cumplir; no todo en el acto, sino a medida que pueda. Ya le haré más.
El doctor Alec cortó solemnemente una tajada de corteza, que era lo que más le gustaba, y la comió con igual solemnidad. Luego se limpió los labios, y echando hacia atrás los cabellos de Rosa, la besó solemnemente en la frente, diciendo al
mismo tiempo:
—Querida, este pan es perfecto y tu maestra puede estar bien orgullosa. Cuando
tengamos nuestra escuela modelo, ofreceré un premio al mejor pan, y de seguro tú lo ganarás.
—Ya lo he ganado, y estoy bastante satisfecha — contestó la niña, deslizándose de su asiento y procurando ocultar una quemadura que tenía en la mano derecha.
Pero el doctor Alec la vio, adivinó el origen, y después del té insistió en calmarle el dolor que la niña no quería confesar.
—Dice la tía Clara que estoy echándome a perder las manos, pero no me importa, pues he disfrutado mucho con las lecciones de la tía Abundancia y creo que a ella le ocurre lo mismo. Sólo una cosa me preocupa, tío, y quiero consultarlo —dijo Rosa,
mientras paseaban por el vestíbulo a la luz del crepúsculo, la mano vendada apoyada
cuidadosamente en un brazo del doctor Alec.
—¿Más confidencias? Me gustan muchísimo, de modo que habla sin reservas.
—Pues bien, tengo la sensación de que la tía Paz quisiera hacer algo por mí, y creo haber descubierto que puede hacer. Como usted sabe, no puede andar de un lado a otro igual que la tía Abundancia, y estamos tan ocupados que, naturalmente, se
siente sola. De modo que he pensado que me dé lecciones de costura. Trabaja muy bien, y es cosa muy útil; puedo ser tan hábil en cuestiones de aguja como en el
cuidado general de una casa, ¿no le parece?
—¡Bendito sea tu corazoncito! Eso es precisamente lo que estuve pensando el
otro día cuando la tía Paz dijo que te veía muy poco porque estabas tan atareada. Quise hablar de este asunto, pero se me ocurrió que ya tenías bastante ocupación.
Tengo la convicción de que la buena señora estaría encantada si pudiese enseñarte
labores primorosas, en especial ojales, que es asunto en el cual fallan la mayoría de las señoritas; por lo menos, he oído decir que así es. De modo que prepárate a tomar
en serio los ojales; lléname de ojales la ropa, si te parece. Aguanto cualquier cantidad.
Este curioso ofrecimiento hizo reír a Rosa, pero prometió prestar la debida atención a rama de tanta importancia, aunque confesó que el zurcido era su punto
débil. Después de lo cual el tío Alec se preocupó de proporcionarle medias en los más variados estados de uso y rotura, y buscar en el acto un par nuevo, para que le
reforzase el talón, tanto como para empezar por algo.
Luego fueron a presentar su proposición debidamente, con gran satisfacción de la
dulce tía Paz, que se emocionó pensando en todo lo que se divertiría, y mientras tanto empezó a buscar hilos y agujas para su sobrina y a prepararle un canastito con las cosas necesarias.
Los días de Rosa fueron muy activos y alegres, pues en la mañana ayudaba a la tía Abundancia y se ocupaba de ordenar los armarios y alacenas, de hacer pickles y conservas en la cocina, de ver que todo en la casa estuviese bien y de aprender, en el buen estilo antiguo, todo lo atinente a quehaceres domésticos.
Por las tardes, después de un paseo a pie o a caballo, se sentaba a hacer labores con la tía Paz, mientras la tía Abundancia, que empezaba a tener la vista débil, tejía y charlaba alegremente, contando agradables historias de los tiempos viejos, hasta que las tres lloraban o reían juntas, pues las agujas inquietas entrelazaban y unían sus
vidas en toda suerte de caprichosos diseños, aun cuando aparentemente no hiciesen otra cosa que dar puntadas o zurcir remiendos.
Era un espectáculo hermoso el de la niña de carrillos rosados en medio de las dos ancianas, escuchando con atención sus indicaciones, y animando las lecciones con su
charla vivaz y su risa gozosa. Si la cocina resultó interesante al doctor Alec cuando Rosa trabajaba en ella, el cuarto de costura no fue menos irresistible y se esforzó por hacerse grato, a tal punto que ninguna de las tres fue capaz de echarlo, en especial cuando les leía en voz alta o les contaba chascarrillos.
—¡Muy bien! Acabo de hacer un juego nuevo de gorritos de noche, muy
abrigados, con cuatro ojales en cada uno —dijo Rosa un día, varias semanas después de iniciar las lecciones—. A ver si están bien.
—Todo excelente; y veo que los ojales están reforzados y no se estropearán cuando desabroche los botones. Es un trabajo superior, y quedo reconocidísimo; tanto es así, que pienso coserme los botones yo mismo, para que esos deditos cansados no
se vean expuestos a más pinchazos.
—¿Coserlos usted? —preguntó Rosa, abriendo los ojos muy extrañada.
—Espera que tenga listos mis avíos de costura, y entonces me dirás si no sé hacerlo.
—¿Sabe de veras? —preguntó Rosa a la tía Paz, mientras el tío Alec se alejaba con un cómico aire de importancia.
—Claro que sí. Le enseñé hace muchos años, antes que se embarcara; y supongo que ha tenido que hacerse muchas cositas desde entonces, y no ha dejado de practicar.
Era evidente que así sucedía, pues tardó muy poco en volver con una curiosa bolsita, de la cual sacó un dedal y después de enhebrar su aguja, se puso a coser los botones con tanta maña, que Rosa se impresionó y divirtió mucho.
—¡Habrá en el mundo alguna cosa que usted no sepa hacer? —le dijo, en un tono que denotaba respetuosa admiración.
—Hay una o dos en las cuales no soy bastante experto todavía —contestó el hombre, moviendo los ojos y riendo mientras se floreaba atravesando el paño con la aguja.
—Me gustaría saber cuáles son.
—El pan y los ojales.

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