CAPÍTULO 14: FELIZ CUMPLEAÑOS

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El doce de octubre era el cumpleaños de Rosa, pero por lo visto no había nadie que recordara ese detalle interesante y a ella le pareció feo mencionarlo, de modo que la noche anterior se durmió pensando si tendría regalos. La respuesta llegó por sí sola a la mañana siguiente, y abriendo los ojos contempló una figura blanca y negra sentada en su almohada, que la miraba con un par de ojos redondos como moras, mientras una patita velluda le rozaba la nariz, llamando su atención. Era Kitty Comet, el más hermoso de todos los mininos del mundo, y por lo visto cumplía una misión, pues adornaba su cuello un moño rosado y en un papelito clavado con un alfiler se leían las palabras: «Para la señorita Rosa, de Frank». Esto la alegró inmensamente, pero no era más que el comienzo, pues en forma encantadora siguieron llegándole sorpresas y regalos durante el día entero, demostrándose con muchos de ellos cuán bromistas eran las chicas de los Atkinson y que gran afecto sentían por Rosa. El mejor de todos ellos fue recibido en el camino a la montaña de los vientos, Mount Windy top, donde habían decidido realizar un picnic, para conmemorar la magna fecha. Tres alegres partidas se pusieron en marcha poco después del desayuno, pues fueron todos, decididos a disfrutar de un día excelente, en especial mamá Atkinson, que llevaba un sombrero de ala tan ancha como una sombrilla y no se había olvidado el cuerno con que solía llamar a las comidas, para que no se alejase mucho el rebaño. -Yo conduciré a la tía y unos cuantos chicos -dijo Mac en un aparte
confidencial durante el revuelo que precedió a la partida-, de modo que tú vas en el pony. Por favor, retrásate bastante cuando lleguemos a la estación, pues vamos a recibir un paquete que no debes ver hasta la hora de comer. Supongo que no tendrás inconveniente.
-De ningún modo -contestó Rosa-. Me ofendería si fuese en cualquier otro momento, pero en los cumpleaños y la Navidad la diversión es mayor si una se hace la tonta y la ciega, y se resigna a quedar arrumbada en los rincones. Cuenta conmigo, Ojos de Vidrio. -Detente debajo del arce grande hasta que te llame, y así no podrás ver nada - agregó Mac, mientras la ayudaba a montar el pony que su padre había mandado para él. «Barkis» era tan educadito y dócil, que Rosa sintió vergüenza de cabalgar en aquel caballito, pues había aprendido a andar a caballo con el secreto propósito de sorprender al doctor Alec cuando estuviesen de vuelta. Emprendieron la marcha y al llegar al arce rojo, Rosa se detuvo obediente; pero no pudo menos de lanzar miraditas en la dirección prohibida mientras aguardaba la llamada. Sí, había un cesto grande debajo del asiento, y luego vio a un hombre alto a quien Mac parecía introducir presurosamente en el coche. Le bastó con mirar una vez y, lanzando un grito de gozo, Rosa partió camino abajo con toda la velocidad de que «Barkis» era capaz.
-Ahora voy a sorprender yo al tío -se dijo-. Me le apareceré de pronto en gran estilo, y le demostraré que, después de todo, no soy tan cobarde como me
supone. Alentada por esta ambición, guió a «Barkis» por un atajo, y para hacer mayor la sorpresa lo dejó librado a su propio arbitrio en el descenso por un camino de piedra cuya curva era muy pronunciada. La cosa habría salido a pedir de boca, de no ser que
dos o tres gallinas aturrulladas aparecieron en el camino inesperadamente, cacareando a más no poder y dando motivo con ello a que se detuviese «Barkis». Tan brusco fue esto que la jinete cayó al suelo en forma harto deslucida, delante mismo del hocico de Sorrel.
Rosa se puso en pie de nuevo antes de que el doctor Alec saliese del faetón, y se le echo al cuello con sus dos brazos sucios de tierra, diciendo:
-¡Cómo me alegra verlo, tío! Esto es mejor que un carro lleno de golosinas y
juguetes, y no se imagina lo contenta que estoy.
-¿No te has lastimado, criatura? La caída ha sido seria, y temo que te hayas
hecho daño -dijo el doctor con mucha ansiedad, mientras la contemplaba orgulloso.
-Si acaso debo tener herido el amor propio, pero no los huesos. ¡Qué lástima! Yo que pensaba hacer las cosas tan bien, y estas estúpidas gallinas lo han echado a perder todo.
-No quise dar crédito a mis ojos cuando preguntó por ti y Mac me señalo una valiente amazona que bajaba la cuesta a velocidad vertiginosa. Nada hubieses podido hacer que me causara más alegría, y estoy encantado de ver lo bien que andas a caballo. Ahora, ¿quieres montar de nuevo, o le cedemos el sitio a Mac? -pregunto el tío Alec, pues Jessie propuso que se pusiesen en marcha y los otros les hacían seña para que siguiesen.
-El orgullo está por encima de las caídas, pero es mejor no hacer pruebas de nuevo -dijo Mac, que habría debido no ser mortal para no sentir la tentación de
gastar una bromita ahora que la ocasión se presentaba tan propicia.
-Prefiero seguir a caballo. Vamos, a ver quién los alcanza antes.
Al instante estuvo en el lomo del animal y en marcha de nuevo, haciendo todo lo posible por borrar el recuerdo de su caída y a este objeto procuró mantenerse muy
erguida, con la cabeza levantada y el cuerpo recto, acompañando rítmicamente los
movimientos del caballito, que se balanceaba como una hamaca.
-Tendría que verla saltando empalizadas y corriendo cuando salimos a ejercitarnos juntos. Y se lanza en carrera desenfrenada, esquivando piedras y otros obstáculos con igual pericia que yo -explico Mac, como una especie de complemento a las alabanzas que el doctor había expresado acerca de su alumna.
-Me temo, Alec -intervino la señora Jessie, que en sus tiempos dio que hablar también-, que va a parecerte una especie de pequeño marimacho, pero lo interesante del caso es que disfruta mucho con estas cosas y me ha faltado ánimo para
prohibírselo. Su habilidad me tomó de sorpresa y realiza las proezas más extraordinarias. Dice que su naturaleza vigorosa le pide esas expansiones y no tiene otro remedio que correr o gritar, esté bien o no.
-¡Bueno, bueno! -exclamó el doctor Alec, frotándose las manos satisfecho-. No podrían darme una noticia mejor. Que corra y grite todo lo que quiera; es signo de buena salud y tan natural en una chica alegre como retozar en un animal lleno de vida. De los pequeños marimachos salen las niñas robustas y prefiero ver a Rosa jugando al fútbol con Mac antes que encontrarla luciendo labores de mostacilla como esa Annabel Bliss, que parece una enanita enferma.
-Está bien, pero tampoco es posible que siga jugando al fútbol mucho tiempo, pues debe pensar que en la vida tendrá que realizar muchas tareas propias de mujer -empezó la señora Jessie.
-Tampoco Mac seguirá jugando al fútbol mucho tiempo, pero teniendo buena salud estará mejor capacitado para los negocios. El lustre se añade fácil, si el cimiento es fuerte; pero en madera floja no hay dorados que valgan. Estoy convencido de que tengo razón, Jessie; y si el resultado que obtenga con la niña en los próximos seis meses es tan bueno como el de los anteriores, entonces mi experimento habrá triunfado.
-No hay duda; pues cuando comparo esa cara sonrosada y alegre con la otra, pálida y contrita, que tanta aflicción me causaba hace poco, estoy en condiciones de creer en cualquier milagro -dijo la señora Jessie, mientras Rosa giraba la cabeza para señalar un espectáculo encantador y sus mejillas parecían las manzanas rojizas del huerto cercano, sus ojos tenían la claridad del cielo de otoño que los cubría y toda ella denotaba energía y vigor.
Un rato de juego entre las rocas, del cual participaron todos, fue seguido por una comida de verdadero estilo gitano, que los chicos hallaron deleite en preparar. Mamá Atkinson se puso el delantal, se arremango los brazos y se dedicó al trabajo con igual
entusiasmo que si estuviera en su propia cocina, haciendo hervir la marmita sostenida
en tres palos sobre un fuego de ramas, mientras las chicas ponían la mesa en la tierra cubierta de musgo, llenándola de apetecibles productos del campo, y los pequeños
tropezaban entre sí y con todos los demás hasta que el sonido del cuerno los llamó a ocupar sus sitios.
Después de la alegre comida y el intervalo de descanso que la siguió, por elección unánime se jugó a charadas en acción. Un lugar liso y verde entre dos pinos fue
elegido como escenario; colgaron echarpes, reunieron objetos de utilería, se separaron actores y público y fueron eligiendo palabras.
Al representarse la primera escena descubrieron a Mac en actitud de abatimiento
y muy desaliñado, preocupado visiblemente. Entro en dirección a Mac una figura muy rara, que llevaba en la cabeza una bolsa de papel madera. Por un agujero practicado en el medio salía la naricita rosada; por otro se le veían los dientes relucientes y más arriba los ojos, que parecían despedir chispas. A cada lado de la
boca había matas de hierba, cuyo objeto era simular bigotes y los ángulos superiores
de la bolsa estaban retorcidos como orejas. Nadie pudo dudar un solo instante que el
echarpe negro que llevaba clavado detrás representaba un rabo.
Este animal extraño, mediante pantomima, parecía consolar a su amo y ofrecerle consejo, el cual fue seguido instantáneamente, pues Mac se quitó las botas y le ayudo a ponérselas; luego, besando esperanzado su patita, le ordeno retirarse y el otro
ronroneo tan a lo vivo, que por todas partes se oyeron gritos de «Gato, minino, botas!».
-Gato es la respuesta -contestó una voz, y cayó el telón.
La siguiente escena fue más difícil, pues entró un nuevo animal, en cuatro patas esta vez, con una cola distinta y orejas largas. Un gran echarpe le ocultaba la cara,
pero un rayo de luz juguetón delataba el brillo de algo que bien podían ser antiparras
debajo del fleco. En el lomo cabalgaba un caballerito vestido a la oriental, al cual parecía que no era del todo fácil mantenerse en su sitio cuando la bestiezuela se
movía mucho. De pronto entro una aparición, toda vestida de blanco, con alas de papel de diario en la espalda y rizos dorados en torno a la cara. Lo curioso, fue que la bestia la vio y retrocedió en el acto, mientras que el jinete, al parecer, no veía nada y siguió castigando al animal despiadadamente, pero sin lograr resultado alguno, pues el espíritu quedo inmóvil en mitad del camino y el animalito no avanzaba ni un paso.
Siguió una escaramuza, consecuencia de la cual fue que el caballero del traje oriental fue derribado sobre un helecho, mientras que su cabalgadura, poseedora de mejor educación, se postró de hinojos ante la visión misteriosa.
Los chicos seguían a oscuras; pero mama Atkinson dijo repentinamente:
-Si eso no es Balaam y el asno, me gustaría saber que representa. Rosa es un ángel precioso, ¿verdad?
«Asno» era la solución, y el ángel se retiró, esbozando en sus labios una sonrisa de satisfacción mundana motivada por el elogio que acababa de escuchar.
Siguió luego una hermosa escenita del cuento inmortal «Niños en el bosque». Jamie y Pokey entraron al trotecito, tomados de las manos, y como habían ensayado
esta parte muchas veces, se desenvolvieron con gran soltura, haciéndose mutuamente
indicaciones que llegaron ron hasta el auditorio. Recogieron las bayas, se perdieron, derramaron lágrimas, hallaron consuelo, y luego las dos criaturas se echaron en el suelo y murieron con los ojos muy abiertos y las puntas de los zapatos apuntando a las margaritas en forma patética.
-Ahora deben llegar los pechirrojos -oyeron que decía uno de los difuntos-. Tú sigues muerto y yo me fijaré si vienen.
-Date prisa -contestó el otro en voz baja-, porque estoy acostado sobre una
piedra y las hormigas empiezan a picarme las piernas.
Los pechirrojos hicieron su entrada, moviendo las alas y con echarpes rojos en el pecho y hojas en las bocas, que pusieron delicadamente sobre los nenes, cuidando
mucho que se viesen bien. Una hoja de zarza puesta directamente en la nariz de Pokey le hizo cosquillas y con tanta violencia estornudó, que tuvo que mover las
piernas en el aire. Jamie, sorprendido, exclamó «¡Oh!» y los pajaritos huyeron sonriendo.
Después de los preparativos y discusiones del caso, apareció en escena Annette Snow, acostada, al parecer muy enferma; la niña Jenny era su anhelante mamá y la
alegre conversación entretuvo al auditorio hasta que llegó Mac en su papel de médico e hizo un sinfín de cosas raras con su enorme reloj, sus aires de gran sabio y sus
preguntas absurdas. Recetó una píldora de nombre imposible de pronunciar y se
marchó, después de haber exigido veinte dólares por su breve visita. La píldora fue administrada al enfermo, pero sucedieron tales agonías de dolor que la mama afligida pidió a un vecino bueno que fuese a traer a la Señora
Sábelotodo. Corrió el vecino y al instante vino una viejecita con gorro y anteojos, la cual traía bajo el brazo un fardo de hierbas, que en el acto aplicó en gran número de
maneras raras, explicando sus virtudes mientras plantaba un emplasto aquí y una
cataplasma allá o ataba un par de hojas de candelaria al cuello del paciente. Siguió un
alivio instantáneo y el chico moribundo se incorporó y exigió que sirviesen un buen
plato de habas asadas, visto lo cual los padres ofrecieron a la vieja cincuenta dólares;
pero mama Sabelotodo los rechazó indignada y se fue muy contenta, declarando que entre vecinas debe hacerse cuanto es posible y que los honorarios de los médicos son un cuento.
El público acompañó la representación con sonoras carcajadas, pues Rosa imitó
admirablemente a la señora Atkinson y la curación mediante hierbas era una alusión a
las constantes afirmaciones de esta señora, quien aseguraba que las «yerbas» serían la
salvación de la humanidad, con sólo que se supiese aplicarlas. Nadie disfrutó más que
ella, y todos aguardaron con enorme interés el gran final.
Esta última escena fue breve pero eficaz, representándose dos trenes que venían
en sentido contrario, chocaban con terrible estrépito y el estropicio completaba la
palabra «catástrofe».
-Ahora vamos a poner en acción un proverbio; tengo uno preparado -dijo Rosa, que se perecía por lucirse delante del tío Alec.
Todos, excepto Mac, el alegre chico del oeste y Rosa, ocuparon sus puestos en los asientos de roca y comentaron la parte de espectáculo ya vista, pero no se entendían, porque Pokey aseguraba, contra viento y marea, que su parte había sido la «más
mejor de todas».
A los cinco minutos se levantó el telón. No se veía más que una hoja grande de papel clavada en un árbol, sobre la cual había dibujada una esfera de reloj, cuya aguja señalaba las cuatro. Debajo, mediante una nota, se informaba al público que eran las
cuatro de la mañana. Apenas tuvo tiempo el auditorio de llevarse al meollo este detalle importante, cuando una larga serpiente formada con un impermeable, se
desenrolló detrás de un tronco partido. Tal vez era un gusano, pues a esta clase de bicho respondía más su forma. De pronto avanzó una ave inquieta y retozona, que rascaba el suelo con vigor. Unas hojas de árbol simulaban la cresta y otras la cola, y
mediante un chal de colores se daba la impresión de alas. Era en realidad un gallo
imponente; de paso firme, ojos que brillaban avizores y voz que por lo visto infundía horror en el espíritu de la pobre oruga, si es que era una oruga. El gusano se acurrucó, saltó y se arrastró todo lo de prisa que pudo, tratando de huir; pero fue en vano. El
ave la descubrió y después de emitir una especie de canto tembloroso se abalanzó
sobre ella y se alejó triunfante.
-Ese pájaro tempranero ha atrapado un gusano tan grande que no sé cómo se hubiese arreglado para transportarlo -dijo riendo la tía Jessie, mientras los chicos reían pensando en el sobrenombre de Mac. Se trataba de un proverbio según el cual el ave que está despierta más temprano pesca el mejor gusano, y equivalente de «al que
madruga Dios lo ayuda».
-Es uno de los proverbios favoritos del tío, por eso lo preparé en honor suyo - comentó Rosa, apareciendo con el gusano a la rastra.
-Muy bonito -dijo el tío, en momento en que la niña se sentaba a su lado-. ¿Qué sigue ahora?
-Los chicos Dove van a representar «Un incidente en la vida de Napoleón», como ellos lo titulan; creen que es espléndido y debo declarar que lo hacen bastante bien -manifestó Mac, con muestras de gran condescendencia.
Apareció una tienda de campaña, y delante de ella, andando a grandes trancos, había un pequeño centinela, el cual, mediante un breve monólogo, informó a los
espectadores que los elementos estaban en un terrible estado de confusión, que había
andado unas cien millas ese día, y que se moría de sueño. Luego se detuvo, se apoyó en su fusil y empezó a adormecerse, hasta que poco a poco, vencido por el sueño, fue
cayendo al suelo. Entró Napoleón con su tricornio, su chaqueta gris, botas altas,
manos cruzadas y sonrisa en la boca, avanzando con pasos de melodramático efecto.
Freddy Dover siempre se cubría de gloria en este papel, y se llevó las palmas en una actitud napoleónica que provocó estruendosos aplausos; pues el chico de la cabeza
grande, los ojos morenos y la frente cuadrada era «el vivo retrato de ese bribón de Bonaparte», según declaró mamá Atkinson. Planes de largo aliento bullían sin duda en su cerebro poderoso, un cruce de los Alpes, una fogata en Moscú o una pequeña escaramuza en Waterloo, pues marchaba en silencio, majestuoso hasta que, de pronto, un ronquido interrumpió su imperial
cavilación. Descubrió al soldado dormido y lo miró iracundo, diciendo:
-¡Ah, ja! ¡Dormido en la guardia! Sufrirá la pena de muerte.
Tomó el mosquete y estaba ya por ejecutar sumaria justicia, como es costumbre de todos los emperadores, cuando notó algo en la cara del centinela que pareció
impresionarlo. Se entiende que esto ocurriera, pues Jack era un soldadito precioso,
con su chacó mal puesto, un bigote negro sobre la boca rosada y aquel aspecto extraño de la cara, que tanto trabajo le costaba mantener seria. Ningún Napoleón del
mundo hubiese resistido, y el pequeño corso, por lo visto, no era más que un hombre, pues se aplacó y dijo, con altivo gesto de perdón:
-¡Este valiente ha caído rendido por la fatiga! Lo dejaré dormir y montaré
guardia en su lugar.
Dicho esto, se cargó el fusil al hombro el noble guerrero, y anduvo de un lado a otro con majestuoso paso y una dignidad tan grande que los espectadores se sintieron conmovidos. El centinela se despertó al cabo de un rato y, al hacerse cargo de lo
sucedido, consideró en el acto que no tenía salvación ninguna. Pero el Emperador le
devolvió el arma y, con una sonrisa que traspasó todos los corazones, señalando hacia una roca en la cual acababa de posarse un gallo, dijo:
-Sé valiente, sé alerta, y recuerda que desde aquella pirámide nos miran las generaciones del pasado.
Pronunciadas estas memorables palabras, el guerrero se marchó, dejando al agradecido soldado emocionado, con una mano en la sien y su devoción a toda prueba reflejada en el rostro juvenil.
El aplauso que marcó el fin de esta exhibición soberbia no había cesado aún cuando se oyeron un chapoteo en el agua y una serie de gritos, con lo cual todos se precipitaron nerviosos a la cascada formada por un arroyuelo que corría rumoroso entre las peñas. Pokey había querido jugar allí, cayéndose en un charco plago, del cual Jamie intentó sacarla, pero los dos se esforzaban por nadar para salir del agua,
sin saber si reír o asustarse.
Este contratiempo hizo necesario llevar a casa cuanto antes los dos chicos empapados, de modo que se cargaron los coches y emprendieron la marcha, tan alegres como si el aire de la montaña hubiera sido el bálsamo de que tanto hablaba el doctor Alec y hubiesen bebido champagne en vez del vino de grosellas que
acompañó al pastel con rosas de azúcar en forma de guirnalda que apareció entre las cosas guardadas por tía Paciencia en un cesto de golosinas. Rosa participó del regocijo, procurando que sus palabras o sus gestos no delataran el dolor que sentía en un tobillo. Se excusó de intervenir en los juegos por la tarde, y se quedó sentada junto al tío Alec, el cual experimentó gran satisfacción al tenerla así
de compañera. Ella le hizo algunas confidencias, declarando que había jugado con los
niños, andando a caballo, haciendo instrucción con la infantería ligera, trepando árboles e incurriendo en otros extremos espantosos que habrían dado motivo para que las tías, de saberlo, hubiesen puesto el grito en el cielo.
-Me tiene completamente sin cuidado lo que puedan decir, tío, siempre que usted no se enoje -le dijo, al tiempo en que trataba de imaginarse el asombro de las tías.
-Está muy bien eso que dices, pero te estás volviendo muy rebelde, y temo que el día menos pensado me desafíes a mí también, y ¿qué será de nosotros entonces?
-No, eso no; ni atreverme siquiera; porque usted es mi tutor, y puede ponerme un chaleco de fuerza si lo desea -contestó Rosa, riéndose a más no poder y
acurrucándose coquetamente contra él.
-Te aseguro, Rosa, que empiezo a sentirme como el hombre que compró un elefante y no supo que hacer con él. Creí que durante muchos años tendría a mi lado una criatura a la cual manejar y con quien distraerme jugando; pero estás creciendo como una jirafa y en cuanto quiera darme cuenta voy a comprender que entre manos tengo una mujer hecha y derecha. ¡Gran aprieto para un tío, que además de tío es un
hombre consciente!
La aflicción del doctor Alec tenía algo de cómica, y la conversación llegaba a un punto muerto. Por suerte, su atención fue atraída hacia el pradito, en el cual los niños,
como número sensacional para una fiesta de despedida, bailaban una danza de
gnomos. En las cabezas se habían puesto faroles de calabaza y saltaban tanto que parecían realmente fuegos artificiales.
Cuando fue a acostarse, Rosa descubrió que su tío no la había olvidado, pues sobre su mesa había una especie de caballete pequeño con dos miniaturas montadas
en terciopelo. Reconoció en el acto los retratos; y los contempló emocionada, hasta que de sus ojos brotaron lágrimas que eran a un tiempo dulces y tristes. Los bustos de su padre y su madre habían sido maravillosamente reproducidos de dos retratos descoloridos.
Se arrodilló y rodeó con sus brazos el minúsculo templo, besándolos uno tras de otro y diciendo con voz compungida:
-He de hacer todo lo posible para que se alegren el día que les toque verme de nuevo.
Tal fue la oración de Rosa el día en que cumplió catorce años.
Dos días después, los Campbell se volvieron en número mayor que a la ida, pues lo acompañaba el doctor Alec y Kitty Comet era conducido señorialmente en un
canasto, con una botella de leche, algunos sandwiches muy pequeños y un platito en
que beber, así como un trozo de alfombra para que tuviera dónde acostarse en su palacio ambulante, por cuyos bordes asomaba la cabeza con gracia suma.
Hubieron muchos besos y abrazos, saludos con pañuelos y las manos, y últimos adioses, y emprendieron la marcha; pero no habían hecho más que arrancar cuando
mamá Atkinson llegó corriendo y amontonó como pudo algunas tortas, acabadas de
salir del horno, pues sin duda los pobrecitos se cansarían del pan y manteca en un viaje que debía durar un día entero.
Arrancaron y de nuevo se detuvieron; esta vez eran los chicos de los Snow,
exigiendo a gritos los tres gatitos que Pokey se llevaba envueltos en una manta de viaje. Los animalitos fueron rescatados y estaban casi asfixiados los pobres,
volviendo a poder de sus dueños legítimos, en medio de las lamentaciones de la
secuestradora, quien declaraba que si se los llevaba era porque ellos mismos decidieron no separarse de su hermana Comet.
Partida número tres y detención número tres, a los gritos de Frank, que llegó corriendo con el cesto de la merienda, del cual se habían olvidado, no obstante que todos acababan de asegurar que lo llevaban consigo. De aquí en adelante todo anduvo bien, y en el largo viaje se distrajeron mucho con Pokey y la gatita, que jugaban, y por su forma de divertir a los demás cualquiera las hubiese considerado benefactoras públicas. -Rosa no quiere volver a casa, porque sabe que las tías no la dejarán correr y hacer tantas locuras como ha hecho en Rinconcito Agradable -comentó Mac cuando les faltaba poco para llegar. -No voy a poder hacer locuras aunque quiera, por lo menos durante un tiempo
-contestó Rosa, frunciendo las cejas-; y te diré por qué. Me recalqué un tobillo cuando «Barkis» me echó al suelo y cada vez me siento peor, aunque he hecho todo lo posible por curarme y hacer de forma que nadie se entere, pues temí causar trastornos sin necesidad. En aquel momento estaba por saltar del carro, y el dolor era tan intenso, que lamentó no fuese a ella a quien el tío transportaba en brazos, en lugar de los paquetes. Sin embargo, antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, descubrió que Mac la conducía en alto, y la depositaba delicadamente en el sofá de la sala, sin que hubiese rozado el suelo para nada.
-Ahí estás... No bajes el pie derecho, y una. cosa: si llegas a sentirte mal del tobillo y no puedes moverte, yo estaré a tu servicio incondicional. De todos modos, es lo menos que puedo hacer, después de lo bien que te portaste conmigo. En el acto Mac fue a llamar a Febe, y en su espíritu la gratitud y decisión fueron tales que hasta las antiparras brillaron.

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