CAPÍTULO 22: ALGO QUE HACER

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Fuera cual fuese el peligro que pudiese ofrecer aquel enfriamiento repentino, lo cierto es que pasó pronto, aunque, por supuesto, la tía Myra se negó a admitirlo y el doctor Alec cuidó a la niña con renovada ternura y esmero durante varios meses. Rosa disfrutó en cierto modo de su enfermedad, pues apenas concluyó el dolor empezó la buena vida, y durante una o dos semanas fue una especie de princesa encerrada en «la Glorieta», donde todos la servían, procuraban divertirla y la vigilaban con amoroso empeño. Pero la presencia del doctor fue requerida junto al lecho de un viejo amigo suyo qué se hallaba muy grave, y Rosa se sintió igual que un pajarito al que falta de pronto el ala protectora de la madre; especialmente una tarde en que las tías estaban durmiendo la siesta y la casa era todo silencio por dentro, mientras la nieve caía implacable por fuera.
-Voy a buscar a Febe, que siempre es buena y trabajadora, y le gusta tener alguien que la ayude. Si Debby no anda por allí, podremos hacer caramelos y darles una sorpresa a los chicos cuando vuelvan -se dijo Rosa, y sin más ni más tiró a un lado el libro y se dispuso a entrar en la vida social de nuevo. Tomo la precaución de atisbar por una rendija de la ventana antes de penetrar en la cocina, pues Debby no permitía intromisiones cuando ella andaba trasteando. Pero no había moros en la costa, y la única que se presentó a su vista fue Febe, sentada al lado de la mesa, con la cabeza entre los brazos y al parecer dormida. Rosa estuvo por despertarla con un grito, mas en aquel instante la chica levantó la cabeza, se secó los ojos humedecidos con el delantal azul, y se puso a laborar resueltamente y sin duda interesadísima en su tarea. Rosa no pudo ver bien qué estaba haciendo y su curiosidad fue muy grande. Febe, por lo visto, escribía con una pluma que rasgaba mucho el papel madera, y se diría que estaba copiando algo de un pequeño libro.
-Tengo que averiguar que hace, por que ha llorado y por que apretó los labios y se aplicó a su tarea con toda esa energía -se dijo Rosa, olvidada por completo de las golosinas; y entonces dio toda la vuelta, hasta la puerta, y entró diciendo afablemente:
-Febe, necesito que hacer. ¿Por que no dejas que te ayude? Es decir, siempre que no te estorbe.
-¡Oh, no, de ninguna manera! Me encanta que estés aquí cuando la cocina está limpia. ¿Qué deseas hacer? -contestó Febe, al tiempo en que abría un cajón, con la visible intención de esconder sus cosas; pero Rosa la detuvo, exclamando con un tono de niña curiosa:
-¡Déjame ver! ¿Qué es eso? No hablaré, si deseas que Debby no se entere.
-No es nada. Estaba tratando de estudiar un poco, pero soy tan torpe que no adelanto nada -contestó la chica, aunque se advertía que no era su voluntad revelar esa debilidad; y su amita se enterneció al ver los esfuerzos que realizaba por adquirir alguna instrucción.
Había un trozo de pizarra, proveniente de una rotura del techo, un pedacito de lápiz, de una o dos pulgadas de largo, un viejo almanaque que hacía las veces de libro
de lectura, varios trozos de papel de envolver cuidadosamente planchados y cosidos
en forma de cuaderno, y como modelos de copia varias recetas de cocina escritas con la letra clara de tía Abundancia. Todo esto, además de un frasquito de tinta y una
pluma oxidada, completaba el equipo de Febe y no era de extrañarse que avanzara
poco, a pesar de la paciente persistencia con que secaba sus lágrimas de desesperación y conducía la pluma chillona con tanta voluntad.
-Puedes reírte si quieres, porque sé que todo esto es muy raro, y por eso lo oculto; pero no tengo inconveniente en que lo veas, ya que me has descubierto, y no
me avergüenzo de ser tan atrasada a mi edad -dijo Febe humildemente, aunque las mejillas se le enrojecieron mientras pretendía borrar una o dos mayúsculas torcidas
con el líquido de algunas lágrimas que no se habían secado en la pizarra.
-¡Reírme! Más deseos siento de llorar al pensar en lo egoísta que soy, pues teniendo tantos libros y tantas cosas que pueden serte útiles, nunca se me ocurrió
darte algunas. ¿Porque no me pediste, en vez de hacer este enorme esfuerzo completamente sola? Has hecho muy mal, Febe, y no te perdonaré que vuelvas a
hacerlo -contestó Rosa, una mano puesta en el hombro de Febe, mientras con la otra
volvía suavemente las hojas del cuaderno improvisado.
-No tuve valor de pedir nada más, siendo así que eres tan buena conmigo - exclamó Febe y la miró con ojos que reflejaban toda la gratitud de su corazoncito.
-¡Qué orgullosa eres! Como si para mí no fuese un placer, y más teniendo todas las cosas que tengo. Bueno, veamos; se me ha ocurrido un plan, y no debes decir que no, porque me enojaría mucho. Quiero hacer algo; lo mejor será que te enseñe todo lo que sé. No llevará mucho tiempo -y Rosa sonreía mientras llevaba una mano a la
cabeza de Febe y la acariciaba suavemente.
-Sería divino -comentó Febe, cuyo rostro se ilumino al sólo pensar en esto; pero nuevamente la cara se ensombreció y dijo-: Aunque creo que no debo permitírmelo, porque esas cosas llevan tiempo y al doctor es fácil que no le guste.
-No ha sido partidario de que yo estudie mucho, pero jamás me dijo que no debo enseñar, y no creo que le preocupe lo más mínimo. De todos modos, podemos probar hasta que venga, así que junta tus cosas, y sube a mi cuarto, y de ese modo
empezaremos hoy mismo. Para mí será un placer inmenso, y pasaremos juntas unos
ratos deliciosos, ya verás.
Era emocionante ver a Febe juntando sus cositas en el delantal, y ponerse de pie de un salto, como si el más grande anhelo de su corazón se hubiese convertido de pronto en realidad; y no menos emocionante ver a Rosa, que corría delante, mientras cantaba alborozada y alegre:
Por estas escaleras a mi cuartito iremos; allí verás las cosas preciosas que
tendremos. Vamos, querida Febe, vamos ya.
-¡Como para resistir la tentación! -contestó Febe con vehemencia, añadiendo al entrar en la Glorieta-: Tú eres la araña más encantadora que ha existido en el
mundo, y yo la mosca más dichosa.
-Voy a ser muy estricta, de modo que siéntate en esa silla y no abras la boca hasta que en esta escuela se inicien las clases -ordenó Rosa, embelesada con la
perspectiva de cosa tan agradable y útil que hacer.
Así, pues, Febe se sentó muy formal en el sitio señalado, mientras que su maestrita extendía libros y pizarras, un hermoso tintero y un pequeño globo
terráqueo; luego arrancó apresuradamente un trozo de su esponja, afiló lápices con más energía que habilidad y cuando todo estuvo listo la miró tan seria que la alumna
no pudo contener la risa.
-Ahora ya está todo pronto; veamos cómo lee usted, señorita Moore, a objeto de decidir en que clase la coloco -dijo Rosa, mientras abría un libro y se lo daba a su discípula, sentándose después en un sillón con una regla muy larga en la mano.
Febe se defendió bastante bien, enredándose sólo de cuando en cuando con
alguna palabra difícil, y pronunciando mal sólo una o dos. La lección de ortografía y deletreo fue una desilusión; las ideas de Febe acerca de geografía eran muy vagas, y la gramática andaba por cualquier sitio, aunque la alumna protestaba asegurando que ella se esforzaba «por hablar como las gentes destruídas» y de continuo provocaba
indignación de parte de Debby, quien la creía una especie de chica pretenciosa que no
sabía mantenerse en su lugar.
-Debby es una pobre mujer, y pronuncia infinidad de palabras muy mal, con la plena convicción de que las dice perfectamente. No tienes que hacerle caso. Tú hablas bastante bien, Febe, según he observado, y la gramática te ayudará a distinguir
lo que está bien dicho y lo que no está -añadió Rosa, pero poniendo mucho cuidado también en su propia manera de hablar, pues en algunos puntos tampoco andaba muy fuerte que digamos.
Cuando le tocó el turno a la aritmética, la maestrita debió sorprenderse al
descubrir que su discípula estaba en ciertas cosas más fuerte que ella, pues Febe había
hecho muchas cuentas en las libretas del carnicero y del panadero y sumaba con tanta rapidez y corrección que Rosa quedó extrañadísima y llegó a temer que la alumna, como no pusiese mucha atención, la aventajaría en esto muy pronto. Las alabanzas
halagaron a Febe, y prosiguieron con entusiasmo, interesándose ambas de tal modo que el tiempo se les pasaba volando y de pronto apareció la tía Abundancia, la cual
exclamó, al ver las dos cabecitas agachadas sobre una pizarra:
-¡Bendito sea el Señor! ¿Qué estáis haciendo ahora?
-Dedicadas al estudio, tía. Estoy dándole clase a Febe y me distraigo muchísimo -explicó Rosa levantando su carita.
Si la cara de Rosa reflejaba alegría, mayor era la que denotaba la de Febe cuando añadió muy seria:
-Sin duda debí pedirle permiso antes; pero cuando la niña Rosa me lo propuso, me sentí tan dichosa que no reparé en ese detalle. ¿Lo dejo?
-No, criatura. Me encanta que te entusiasmen los libros y más aún ver que Rosa se ocupa de ayudarte. Mi santa madre, que Dios tenga en su gloria, solía sentar a las criadas en torno suyo y enseñarles muchas cosas útiles en el buen estilo antiguo. Claro que no debes descuidar tus obligaciones ni permitir que los libros entorpezcan tus tareas regulares.
Mientras hablaba la tía Abundancia, contemplándolas con su sonrisa bonachona,
Febe miró de reojo el reloj y como ya eran las cinco sospechó que Debby no tardaría en bajar y desearía ver avanzados los preparativos para la cena, por lo cual soltó el
lápiz y se puso en pie de un salto, diciendo:
-¿Me permiten ir? Luego quitaré las cosas del medio, después de atender a la cocina.
-¡La clase ha concluido! -contestó Rosa, y añadió-: Hasta mañana, nenes... y
muchas gracias.
Febe se marchó a la carrera, recitando con un cantito la tabla de multiplicar y siguió recitándola mientras puso la mesa de té.
Así empezó este asunto, y durante una semana prosiguieron las lecciones muy en serio, con gran placer y beneficio de las partes interesadas; pues la alumna resultó
inteligente y concurría a su clase con todo gusto y voluntad y la maestra se esforzaba por merecer la elevada opinión que de ella tenía su discípula. Febe estaba firmemente
convencida de que Rosa sabía de todo.
Por supuesto, los chicos descubrieron lo que pasaba y se burlaron del
«Seminario» de las chicas, como ellos dieron en llamar a la nueva actividad; pero no dejó de parecerles cosa buena y llegaron a ofrecerse gentilmente para dar lecciones gratuitas de griego y de latín, llegando entre ellos a la conclusión de que «Rosa, que se preocupaba tanto del mejoramiento espiritual de la pobre Febe, era un alma de
Dios». Rosa abrigaba ciertas dudas acerca de la forma en que tomaría su tío esta novedad, e ideó un discurso destinado a engatusarlo y convencerlo de que era lo más sano, útil y entretenido que se le había ocurrido jamás. Pero no tuvo ocasión de
pronunciarlo, pues el doctor Alec se le presentó tan inesperadamente, que lo olvidó por completo. Estaba sentado en el piso de la biblioteca, revisando un libraco enorme que tenía abierto en el regazo y no advirtió la presencia del buen hombre hasta que
dos manos grandes y afectuosas se juntaron por debajo de su barbilla, en forma tal que no costaba trabajo besarla en cualquiera de sus dos cachetes, mientras una vozpaternal decía más o menos socarronamente:
-¿Qué diantres puede andar buscando mi niña en esa abultada enciclopedia, en vez de ir a reunirse con el señor anciano, que no puede pasar ni un minuto más sin su compañía?
-¡Oh, tío! ¡Estoy tan contenta.... y tan triste! ¿Por que no nos avisó a qué hora vendría, o dio un grito al llegar? Lo he extrañado muchísimo y me alegra infinitamente tenerlo de vuelta, a tal punto, que sería capaz de estrujarle ahora mismo
la cabeza, de tanto abrazarlo -dijo Rosa y la enciclopedia cayó con violencia al suelo. La niña se levantó y el salto fue tal que en el acto mismo estuvo en brazos del doctor Alec, donde fue recibida con un abrazo muy tierno.
Poco después estaba sentado en un sillón, y en las rodillas tenía a su sobrina, que lo miraba sonriente y charlaba con toda la rapidez de que era capaz su lengua infantil. El hombre la observaba con expresión de alegría inefable, le acariciaba las mejillas
suavemente o le tomaba las manos entre las suyas, deleitándose al notar que rosadas eran unas y qué regordetas y fuertes; las otras.
-¿Lo pasó bien? ¿Logró salvar a la anciana? ¿Está contento de verse de vuelta en casa, donde tiene quien lo haga sufrir?
-Sí, sí y sí. A todo sí. Pero ahora, pequeña pecadora, dime que has estado
haciendo. La tía Abundancia dice que quieres consultarme acerca de un nuevo y
extraordinario proyecto que has tenido la osadía de poner en práctica durante mi ausencia.
-No se lo habrá contado ella, ¿verdad?
-Ni una sola palabra, salvo decirme que te preocupaba cómo lo tomaría yo, ybque por tanto querías envolverme y ganarme de mano, como siempre intentas, bienbque no siempre lo logras. Muy bien, abre el pico y atente a las consecuencias.
En su hermoso y grave estilo, Rosa le contó lo relacionado con las lecciones, haciendo hincapié en las ansias que Febe denotaba por instruirse y el deleite que
había sido ayudarla; y luego agregó:
-Y a mí también me resulta útil, tío, porque corre tanto y tiene tantos deseos de aprender que me veo forzada a mantenerme alerta para no verme en apuros muchas veces. Hoy, por ejemplo, tropezamos en una lección con la palabra «algodón», del
cual ella no sabía nada, y me avergoncé al constatar que yo podía decir únicamente que era una planta que crecía en una especie de vaina, y que por eso estaba leyendo.cuando usted llegó, así mañana se lo podré explicar con todo detalle, y le hablaré del
añil también. Como ve, yo aprendo a mi vez y viene a ser una revisión general de cosas que ya sabía, en forma mucho más agradable que si lo hiciese sola.
-¡Qué mañosa eres! Es así como esperas convencerme, ¿verdad? Supongo que eso no es estudio, ¿verdad?
-No, señor, es enseñanza y debo agregar que me resulta más interesante que los juegos. Además, usted sabe que adopté a Febe y prometí ser para ella como una hermana. Tengo que cumplir mi palabra, ¿no le parece? -preguntó Rosa,
aguardando su respuesta con ansia y decisión.
Era evidente que el doctor Alec estaba ganado a su causa, pues Rosa describió la
pizarra rústica y el cuaderno de retazos de papel con mucho sentimiento, y el buen
hombre no sólo había decidido mandar a Febe a la escuela sino que llegó a reprocharse el descuido en que había incurrido respecto de una chica por su excesivo amor hacia la otra. Así pues, cuando Rosa intentó poner gesto humilde, sin lograrlo,
el doctor echó a reír y le pellizcó una mejilla, contestándole con esa afabilidad que tan gratos hace los favores:
-No tengo nada en absoluto que decir en contra. Más aún, estoy empezando a pensar que debería permitirte volver a tus libros, moderadamente, por supuesto, va que estás tan restablecida; y ésta es una forma excelente de poner a prueba tus
facultades. Febe es una chica simpática y buena y si de nosotros depende, te aseguro que tendrá la preparación que pueda necesitar en su vida, de tal modo que si alguna
vez encuentra a sus padres o familiares, no tengan nada de que avergonzarse por su
culpa.
-Creo que algo ha encontrado ya -empezó a decir Rosa con mucha
vehemencia.
-¡Eh! ¿Qué dices? ¿Ha aparecido alguien durante mi ausencia? -inquirió el doctor rápidamente, recordando que en la familia existía la esperanza secreta de que un día u otro Febe resultaría ser «alguien».
-No, tío, quise decir que su mejor protector ha venido en el momento en que usted llegó -contestó Rosa palmeándolo cariñosamente, y agregó-: No sé cómo darle las gracias por ser tan bueno con esta chica, pero ella encontrará la manera de
demostrar su agradecimiento, pues estoy segura que será una mujer de quien todos
podamos sentirnos orgullosos, ya que es tan fuerte, sincera y cariñosa.
-Te agradezco mucho, pero me avergüenza confesar que aun no he empezado a hacer nada por ella. Lo haré ahora, y apenas haya aprendido algo, podrá ir al colegio
todo el tiempo que quiera. ¿Que te parece?
-Será estupendo, tío, pues nada desea tanto como «tener mucha escuela» y
saltará de alegría en cuanto se lo diga. ¿Puedo hacerlo? No puedo resistir la tentación
de verla abrir los ojos y batir palmas al enterarse de tan grata nueva.
-No voy a permitir que nadie se entrometa en este asunto; lo harás todo tú, pero te pido únicamente que no corras demasiado, pues el tiempo y la paciencia son
elementos indispensables para que las cosas salgan bien.
-Sí, tío, pero de todos modos estoy segura que habrá fiesta y regocijo en el espíritu de Febe -dijo Rosa riendo, al tiempo que daba vueltas por el cuarto, saltando alegremente y acariciando en su pecho las dulces emociones que reflejaba el brillo de sus ojos. De pronto se detuvo y preguntó muy seria:
-Si Febe va a la escuela, ¿quién hará su trabajo? Si me lo permiten, puedo
hacerlo yo.
-Ven aquí y te confesaré un secreto. Los huesos de Debby están empezando a darle mucho trabajo y la pobre mujer se ha puesto tan gruñona, que las tías han decidido acordarle una pensión, para que vaya a vivir con su hija, que está muy bien casada. La vi esta semana y le gustaría tener a la madre consigo, de modo que en la
primavera habrán muchos cambios en esta casa y tendremos nueva cocinera y nueva criada, si es que encontramos personas que estén a tono con los requerimientos de nuestras augustas parientes.
-¡Oh! ¿Y cómo podré vivir sin Febe? ¿No podríamos hacerla quedar, aunque
más no sea para que la vea yo? Prefiero pagarle la pensión antes que dejarla ir porque estoy muy encariñada con ella. Esta proposición hizo reír al doctor Alec, quien contribuyó a la satisfacción de Rosa contándole que Febe seguiría siendo su doncella, sin más tareas que las que pudiese realizar fácilmente entre sus horas de clase.
-Es orgullosa, pese a toda su humildad, y aun
viniendo de nosotros, no aceptaría un favor que no se ganase por sus medios. Este plan contempla todos los requerimientos, y de ese modo pagará su estudio con sólo que te peine doce veces al día, si tú se lo permites.
-¡Qué grandes y bien pensadas son todas sus ideas! Por eso dan resultados tan
excelentes, sin duda alguna, y por eso todos le dejan hacer lo que quiere. No entiendo cómo se arreglan otras chicas sin tener un tío Alec -exclamó Rosa, emitiendo un suspirito de compasión por todas esas otras niñas que no disponían de un bien tan grande. Cuando Febe conoció la inesperada nueva, no se puso a dar vueltas en el suelo,
como profetizó Charlie, sino que lo tomó con serenidad, pues todo aquello era tan venturoso que no encontró palabras bastante grandes y hermosas con que demostrar su gratitud, según dijo ella misma. Pero de allí en adelante decidió que dedicaría las horas todas de su vida a reconocer ese bien tan inmenso y ser útil a quienes así se ocupaban de ella. Su corazón rebosaba de alegría y la alegría se transformó en música. La dulce voz, cantando en la casa entera, hablaba de una gratitud que hacía innecesarias las palabras. Sus pies inquietos jamás se fatigaron de moverse al servicio de sus benefactores; sus manos estaban siempre activas en labores que hacía más bellas su profundo cariño y en su rostro se advertía una expresión casi femenina de devoción, demostrativa de que Febe había aprendido muy bien una de las más grandes lecciones de la vida: el reconocimiento.

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