Cuando mi madre tuvo fuerzas para levantarse de la cama, arregló todo para enviarme a un psicólogo.Mi primera sesión fue rara, la mujer me escuchaba con atención mientras asentía. Me preguntó muchas veces sobre mi identidad, pero a mí me daba vergüenza decirle que yo me sentía un chico, pero ella lo sabía. Por primera vez en mi vida, un adulto me dijo que lo que yo sentía era normal. No me quedó del todo claro si estaba bien o estaba mal, solo era “normal”, y para mí eso estaba bien, estaba genial, de hecho.Normal sonaba mucho mejor que enfermo.
No sé qué fue lo que habló con mis padres, porque luego de la tercer o cuarta sesión, mi madre tomó la drástica decisión de cambiarme de terapéuta. Con el tiempo comprendí que ese “normal” que para mí había significado tanto, para mi madre fue como un puñetazo en el estómago. Para ella no era normal que yo quisiera vestirme de hombre o llevar el pelo corto. Por supuesto que no era normal. Su obsesión se tornó tan severa, que de un momento a otro comencé a sentir que en mi casa me trataban como un enfermo. Yo no podía decir absolutamente nada sobre esto cuando llegaban visitas. Me habían prohibido tocar el tema en la secundaria, con mis amigos o familiares. Tampoco podía hablarles sobre esto a ellos, porque mi madre se sulfuraba y mi padre me echaba la culpa.
Así fue como viví hasta que llegué, por fin, a mis dieciocho años. Para ese entonces, el internet había hecho su magia y yo ya estaba súper informado. Investigué un poco más sobre el asunto de la identidad de género, sobre la transexualidad, y me quedó el saco de inmediato. Sí, yo era un chico transexual. Mis síntomas eran clarísimos; no quería verme al espejo porque rechazaba mi figura femenina. La voz en mi cabeza era masculina, yo me sentía completamente un chico. Sabía que aquel descubrimiento era tan solo la punta del iceberg. Todavía tenía un larguísimo camino por delante, y por supuesto, era cuesta arriba, porque mis padres jamás me iban a aceptar, y en cuanto descubrieran lo que yo era, probablemente me tacharían como un enfermo mental y me echarían de la casa. Viví con ese secreto oculto hasta que ya no pude soportarlo más. Me sentía como un prófugo que acababa de cometer un delito terrible y sabía que si se entregaba, cumpliría cadena perpetua. La única diferencia era que yo no era ningún criminal, y quien me perseguía no era la policía, eran mis padres.
Pensé en tantas cosas estúpidas que hoy en día lo recuerdo y me siento un tonto. Bueno, en ese entonces acabar con mi vida era lo único que se me ocurría para liberar esa presión que me aplastaba el pecho, aunque yo en realidad no me quería morir, de hecho, podría jurar que ningún suicida quiere hacerlo, lo único que queremos es acabar con nuestro sufrimiento y la única manera que encontramos es apagándolo junto con nuestras vidas.
Escribí una carta de despedida para mis padres esa misma noche. Les conté, con lujo de detalles, cómo me sentía, y lo mucho que me hacía daño su continuo rechazo. Les dije que yo no era un bicho raro, un enfermo, que simplemente era un chico que había nacido en el cuerpo equivocado. Sí, un cliché, pero esa es la forma más clara de definir cómo es que nos sentimos las personas transexuales. Dejé la carta sobre el inodoro, tomé un montón de pastillas y me metí a la bañera con la ropa puesta. Lo único que recuerdo luego de eso, fue que comencé a tener sueño. Cuando desperté, lo primero que vi fueron las luces blancas de la habitación del hospital. Por fortuna, había fallado.
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Cómo ser trans y no morir en el intento
Historia CortaEste es un relato que narra la vida de una persona transexual, y las dificultades por las que tuvo que pasar para obtener su identidad.