La promesa

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Sus sueños morían en esa cruz, montones de veces se lo había pedido pero el nunca le dio una respuesta clara, la vida le dolía de tanto esperar, tanto esperar para nada. Una noche cálida y tranquila acostada junto a el comenzó a hablar de su esposo muerto a los tres días de casados; obviamente tenia la obligación de pedir a su cuñado que continúe en ella la descendencia de su hermano muerto.

Escogió irse a otro lugar, huir donde nadie la conociera, donde pueda empezar nuevamente. El amor que conocía no era uno atado a «La ley»;y es que ella no amaba al finado, que como era la costumbre, aquella tan antigua que se perdía en el alba de los tiempos: era un matrimonio arreglado y cuando por esas cosas de la vida quedó prematuramente viuda, supo que era libre y no podía renunciar a su libertad.

Andando por esas tierras de Dios conoció a algunas amigas, las que no tardarían en enseñarle los trucos y movidas de la profesión más antigua del mundo. Ya llevaba años trabajando,entonces se dio cuenta de que su alma estaba enferma, necesitaba amar y ser amada sinceramente, con el corazón en la mano.

Aquel día no lo olvidaría nunca, no podría,pasaba presurosa por las empolvadas calles de Magdala, pequeño pueblo pesquero, lugar donde residía y hacia ese trueque de sexo por dinero con los hombres. El sol castigaba sin clemencia, no había una sola nube que manchara el inmaculado azul del cielo. Pero ahí estaba él y ella lo vio. Solo entonces supo lo que es amar y ser amada, el hablaba con una voz de mando que a la vez conservaba un tono cálido, decía algo sobre la sal y la luz del mundo. Lo amo desde el principio, le seguía a todos lados, sus enseñanzas la confundían, pero las aceptaba y creía en ellas. El deseo doliéndole y este santo varón que no la tocaba.

La gente decía que el había echado fuera siete demonios de ella, quizás porque desde que le siguió observaron que vivía castamente, solo eran rumores, esto nunca se aclaró porque como decía el, «esas pequeñas falacias ayudan a acrecentar la fe por la impresión que ejercen sobre las demás personas».

Cuando lo elevaron de cara al viento, con las manos y los pies atravesados por gruesos clavos de acero, la roja sangre descendiendo a borbotones, coagulándose sin piedad, allí sintió que la engañaba, le dio esperanzas, pero al final terminaba muerto, de una muerte absurda. La acompañaban Maria de Nazaret,junto a sus hijas Miriam y Ruth hermanas del crucificado.

Guardaba en su corazón la promesa casi lejana de que al tercer día resucitaría de entre los muertos.

El primer día de la semana, muy temprano, siendo aun oscuro fue al sepulcro. Para su sorpresa lo encontró abierto, la enorme piedra corrida a un lado de la entrada; entonces lloró abatida, mil ideas se estrellaban en su mente, la más acertada era que algún enemigo robó el cuerpo, repentinamente surgió de entre los matorrales una silueta de rasgos humanos, ella lo percibió.

—¡Señor si tu te lo llevaste,por favor dime donde lo pusiste para que yo lo devuelva!—. Exclamó muy angustiada, con lágrimas espesas y abundantes que le descendían por ambas mejillas.

Estaba al borde de la histeria cuando una voz conocida y amada nació de los arbustos:

«¡Maria!», dijo dejándose ver, era él, estaba vivo, cumplió su promesa.

Ella se acercó algo temerosa arrodillándose a los pies del bien amado, estaban huecos, los besó y sintió un calor arrebatador que le nacía en el cuerpo, ahí, al sur del ombligo, se paró y tomándole las manos perforadas y limpias también las besó, luego sin proponérselo, con la velocidad de un rayo, unió sus labios con los de el a la vez que le susurraba «te amo». 

 

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