Las mil y dos noches

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¡En el nombre de Alá, Clemente y Misericordioso!, cuentan las crónicas el descubrimiento de unos pergaminos en el palacio del rey persa el Califa Harum Al Rashid escrituras que narran la cautivante historia de un «hombre pobre pero honrado que burló al diablo y salvó a sus amigos del infierno». Historia que la dulce Scherezada —a quien Alá guarde—, contará al vengativo soberano y que por algún desconocido motivo no figura en los rollos de «Las mil y una noches»(solo Alá sabe la verdad). Este es el relato:

«Hubo una vez un hombre llamado Osama “el piadoso” que vivía afuera de las murallas de Bagdad, de extracción humilde y conocimientos profundos del Libro Eterno (el Corán es irrevocable y eterno porque es uno de los atributos de Dios a los hombres ¡La gloria de Alá es la inteligencia!) un individuo de singular honradez, pero para contraste de su honestidad extremadamente pobre. Surgió de improviso una desgracia, el califato se había entregado a la vorágine de la guerra.

Sin embargo nuestro Osama había cruzado ya la frontera del medio siglo de vida y quedaba exento del servicio al Califa. El tenia a su esposa y siete hijos de los cuales cuatro eran varones, jóvenes inteligentes y piadosos, «el que cree en Alá y tenga la gloria de seguir las enseñanzas del Santo Profeta Mahoma— que Dios lo mantenga en su santa paz—, sabe que debe darlo todo, la vida misma para castigar al que blasfeme contra su pueblo», les bendijo y los despidió dejándoles enlistarse en el ejercito.

Las niñas todavía eran tiernas palomitas que ayudaban en el quehacer del hogar.

Los dinares y la comida escasearon y Osama “el piadoso” encomendándose a Alá —con el sea la oración y la gloria— una noche marchó al desierto, pues la única manera de no deshidratarse es descansar de día y solo caminar de noche; era tan pobre decíamos que su camello mostraba un triste aspecto de poco peso, con las jorobas flácidas demostrando su poca reserva de grasa y escasa resistencia a las largas jornadas sin agua. Era necesario encontrar trabajo como recolector de dátiles o de criado en alguno de los oasis del sur pertenecientes al Jeque Abdallah–Hamza Ybn Hussein gobernador del territorio.

Nuestro querido Osama se bamboleaba en lo alto de su dromedario de triste estampa que trotaba con paso ligero. La mirada al frente, la luna llena alumbrando su camino. El desierto, ese mundo muerto de rocas milenarias, llanura lisa e interminable de arena y guijarros sin mayor asomo de vida que las altas dumas amarillas y el eterno alacrán acechante, encima de el las estrellas brillando con gran fulgor; súbitamente los primeros gemidos del viento se dejaron oír y una claridad lechoza se anuncio en lontananza. El viento del desierto, la primera señal de vida. En un instante como el parpadeo de medio segundo se hizo de día y el disco solar comenzó a calentar la llanura, Osama podía saber por el tono de voz del viento si el día seria abrasador o de furiosa tormenta de arena, lo supo inmediatamente, seria caliente e insufrible.

Acabó de tomar su te dulzón y dejó que por unos momentos sus pensamientos se hundan en el desierto, a continuación se arrodilló de cara a la Meca y comenzó a recitar sus oraciones.

Avanzó el día y el calor se hacia insoportable, protegiéndose a la sombra de su fiel camello que a la vez estaba cubierto por un  grueso manto policromado. La llanura pedregosa y polvorienta se extendía hasta perderse de vista en el horizonte bajo un sol que amenazaba derretir las rocas, por momentos Osama “el piadoso” debido a su avanzada edad tubo la sensación de que llegaba a faltarle el aire que se sentía denso y caliente.

Despertó con los berridos del camello que se dedicaba a ramonear una raquítica maleza espinosa, despertó con frío —el desierto te abraza de día, te congela de noche—; bebió un corto sorbo de agua y monto sobre su fiel animal que inició un rápido trote sorteando dumas y matojos, «no hay otro dios que el Dios», salmodiaba concentrado en la carrera; el oasis más cercano estaba seis días adelante. Sin embargo cuando el viento comenzó a anunciar la llegada del nuevo día vislumbró en la distancia el penacho de las palmeras ¿Acaso existía un oasis que no conocía?

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