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Alexandra Kensington.

Recordaba poco de mi infancia, simplemente sabía que mi papá era un poco menos estricto y que mi hermana incluso parecía que me quería. También las fiestas, que seguían siendo igual de aburridas y pretenciosas, solo que cuando tenía ocho años no había mucho para presumir de mi y del resto de herederos. Era mi hermana quien tenía esa mínima presión a los trece años, la de el promedio más alto que el resto de chicos de su edad. Siempre hubo una pequeña enemistad entre mi padre, los Campbell Cox y los Andrews; mi hermana siempre se vio enredada entre Grant y Julián Campbell Cox, y Nathaniel Andrews en una competencia para ver quién era el mejor.

Pero yo no estaba en ninguna competencia, seguía siendo una niña con el cabello más rubio que a los dieciséis y la esperanza aún más firme. Todos los días parecían lo mismo, corriendo por los extensos jardines de la finca con Aggie y tomando jugo de manzana y limón preparado por las cocineras.

Era curiosa, siempre me habían dicho eso. Desde niña preguntaba e investigaba, buscaba entre los libros de la biblioteca lo que mis padres no me decían. Y me gustaban las cosas brillantes y bonitas.

Así fue como comenzó todo; mi gusto por las cosas bonitas.

Estaba en una fiesta, con mi madre sosteniéndome la mano con anillos de oro, y yo me aferraba a la tela de su vestido lila. Mamá siempre usaba tonos claros, porque combinaban con su cabello castaño claro y ojos del mismo color. Ella estaba hablando con un hombre, de nariz aguileña y expresión divertida, y yo ya me estaba aburriendo. Tenía dos trenzas con listones blancos, y un vestido plateado que me resultaba incómodo porque no podía correr.

Me solté de la mano de mi madre y comencé a dar vueltas, buscando a mi hermana para molestarla. Y ahí fue cuando lo vi, entrando junto a un niño un poco más alto que él, ambos de traje. Una chica con piel morena y ojos verdes los acompañaba, pero a mi solo me importaba el niño. Me acerqué, ignorando el grito de mi madre. Necesitaba ver más de cerca al niño, observar lo que por mi cabeza había pasado como lo más bonito que había visto.

Llegué y me fijé en sus ojos claros. Bajo las luces cálidas brillaban más, como adornos de árbol de Navidad, según mi mente de niña.

Era una cosa bonita y brillante, y a mí me daba curiosidad. Me gustaba y quería tenerlo para siempre.

—Tienes bonitos ojos—hablé con vocecita chillona. El niño se sobresaltó y el chico a su lado dió un paso al frente; también tenía ojos bonitos.

No recordaba mucho más, simplemente que desde entonces esos niños estaban siempre a mi lado, junto con mi prima y otro niño más, de ojos marrones y sonrisa arrogante. Recordaba risas infantiles que poco a poco se convertían en juveniles, jugos deliciosos que pasaban a ser champagnes y tragos extraños; recordaba empezar a amar a uno de esos niños, y comenzar a odiar al otro. Recordaba playas, campos de golf y días de ski. Recordaba crecer con esas cuatro personas desde que tenía ocho años.

Pero, ¿lo peor?

No recordaba quién era el niño de ojos bonitos, si el que comencé a amar, o el que comencé a odiar.

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Estaba en el salón de baile de mi academia. Mis pies dolían porque había estado ensayando ballet, la competencia se acercaba y yo seguía sin poder enfocarme realmente en la danza. Solo pensaba en que la ropa que iba a usar en la función resaltaba demasiado la grasa de mi estómago y que mis piernas no estaban los suficientemente definidas. Tenía el cabello sudado y respiraba agitadamente, pero yo estaba repasando la coreografía de jazz que tenía que ensayar luego de descansar.

El juego de los corazones rotos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora