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Alexandra Kensington.

Era tarde, y mis amigos se habían pasado de copas, por lo que estaban tirados en las sillas intentando no cerrar los ojos. Aggie se había ido, incapaz de que la vean en ese estado, y Reese la había acompañado sin mala intención, sabiendo que yo lo tenía observado. Yo no había bebido demasiado, mi garganta estaba cerrado por todo lo que había vivido en el día y mi estómago se sentía lleno a pesar de que no había comido nada.

Nick no había dejado de tomar desde que habíamos llegado y yo sabía que era por el estrés que había pasado con su padre. Pero no me gustaba cuando estaba enojado y tomaba, porque siempre lo hacía en exceso. No podía quejarme, porque él siempre me cuidaba borracha, pero él borracho era otro tipo de historia. El Nick dulce, delicado y perfecto desaparecía hasta convertirse en la copia barata de un imbécil.

Pero lo entendía, entendía cuando apretaba mi muslo de más y hacía chistes subidos de tono frente a la mesa y las personas. Entendía cuando tomaba mi cintura y la apretaba cuando se acercaba a su padre. Lo entendía. Porque quería tener el control, quería que las personas vieran que era tan perfecto que tenía una novia para presumir y un reloj caro para mostrar. Al fin y al cabo, seguía siendo un Whitehook.

Pero a veces me incomodaba, porque ni aunque estuviésemos en la mesa con nuestros amigos se detenía. Y la mano apretando mi cintura me estaba incomodando. Podía sentir su aliento a whisky mientras hablaba con Sean, quien estaba tan serio y amargado que por un momento dudé que no fuese uno de sus hermanos idénticos a él.

Un mozo pasó con una bandeja de tragos y, cuando vi que Nick tomó un vaso de whisky, se lo tomó de un trago y tomó otro para hacer lo mismo, me di cuenta que eso se había ido muy lejos. Tomé el brazo del mozo y lo detuve, acercándolo a mí para poder susurrarle.

—¿Puedes no pasar más por esta mesa?—le pregunté, con mi tono más amable.

El chico me miró fijamente. No lo recordaba de fiestas anteriores, y lucía bastante joven, tal vez de dieciocho años. Parecía nervioso cuando miró a todos lados.

—No puedo. Estoy obligado a pasar por todas las mesas, señorita.

Cerré los ojos y suspiré. Nick no podía tomar un trago más. Se iba a descontrolar y no quería ser responsable de ello.

—Ciento cincuenta dólares de propina si no pasas más por aquí—tomé mi cartera. Miré su rostro dudoso—. Y te juro que ninguna palabra sale de mi.

El chico tomó el dinero dudoso, agarró los vasos vacíos y se fue. Cuando Nick se dió cuenta de eso, soltó un suspiro de lastima. Estaba hecho mierda, con la camisa desarreglada y el cabello despeinado. Sus ojos brillaban con las pupilas dilatadas y sus labios estaban más rosados que de costumbre.

—Yo quería otro trago—se quejó como un niño chiquito. O había soñado así por su forma de estirar las palabras como borracho.

Sean, quien se había distraído discutiendo de algo con Reid al otro lado de la mesa, soltó una carcajada.

—Lo último que necesitas es otro trago más, Nicholas.

Alcé las cejas sorprendida. El veneno en la voz de Sean me sorprendió, porque nunca se dirigía así hacia Nick. Pero esa noche el rubio estaba tan malhumorado que incluso Lucas no se lo pudo aguantar.

—Tu cállate, ¿qué sabes de tragos aparte de sacárselos a tu padre?—contestó brusco Nick.

Parpadee sorprendida por la cantidad de toxicidad que hubo en su tono de voz. Me atravesó el pecho como puñaladas, ¿tanto había afectado a Nick la situación con su padre?. Todos sabíamos los problemas del padre de Sean, porque no era algo que se intentaba ocultar, pero yo sabía que era lo que más le molestaba al rubio. Eran todos tan perfecto que el que se muestre un error de ellos a la sociedad, los hacía mierda.

El juego de los corazones rotos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora