27/10/2020 - Poesía.

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Poesía, siempre poesía

¿Es correcto que un escritor plasme sus propias vivencias en sus relatos? ¿Acaso no termina entonces siendo un descargo psicológico que poco tiene que ver con el arte? Pero entonces, ¿por qué escribe uno? ¿Por el simple hecho de escribir o para ser leído?
No lo sé.
Hay tantas cosas que no sé...
Más o menos a los 5 años aprendí a leer, poco tiempo después comencé a escribir y al cabo de unos meses ya utilizaba la letra cursiva, sin embargo no fue hasta los 9 años que comencé a concurrir a un taller de literatura, dictado por un escritor conocido (entre comillas). En un principio consideraron que no era oportuna mi presencia debido a que estaba pensado para adultos, sin embargo, por motivos que desconozco, terminaron aceptándome.
Contrario a lo que se podría esperar mis primeras obras fueron poesías. Hace unos meses las encontré por casualidad mientras buscaba otra documentación y al leerlas sentí como si me hubieran arrojado un baldazo de agua helada.
No me concierne a mí decir si estaban bien o mal escritas, solo quiero resaltar que en cada verso se podía palpar una profunda tristeza. No, no un berrinche por un juguete. No, no lágrimas por tener prohibido comer dulces antes de la cena. Angustia. Esa que parece que te está carcomiendo por dentro. Nueve años.
De pronto, comienzan a caer como relámpagos a mi mente recuerdos de los que no era consciente hasta ese momento. Me acordé de aquella vez donde no tenía más hojas y comencé a escribir sobre una madera que había tirado a la basura un vecino. Cuando encontré una máquina de escribir abandonada y con ayuda de mi abuela aprendí a usarla. Cuando al volver de la escuela me sentaba a escribir. Poesía, siempre poesía. Recuerdo mojar todas las hojas que tenía con mis lágrimas, incluso puedo sentir las arrugas del papel como si lo tuviera frente a mí. Me acuerdo de aquella vez que solo tenía para escribir un marcador marrón gastado que amagaba con dejar de funcionar. Me viene a la mente cómo me lo llevaba a la boca y lamía la punta del marcador para que me deje seguir escribiendo. Uno tras otro, los recuerdos pasan como ráfagas.
En la primer clase del taller, éramos pocos. El profesor, dos señoras (una era rubia) de cuarenta años (tal vez), un señor de más o menos la misma edad y otro que parecía tener la edad de mi abuela. Y yo, con nueve años. Las clases se daban en una biblioteca poco conocida y abarrotada de libros (cosa que yo siempre agradecí). El profesor nos dio cierto tiempo, no puedo precisar cuánto, para que cada uno escriba algo en donde incluya tres palabras "llave, rojo y hoja". Una vez terminado ese tiempo cada uno fue leyendo en voz alta lo que había hecho hasta llegar a mí, siempre me dejaban en el último lugar. Luego de cada lectura siempre se brindaba una ronda de aplausos.
De pronto el corazón comienza a latirme con demasiada rapidez y se me empañan los ojos de lágrimas al recordar esa primera clase. A diferencia de mis compañeros yo solo ocupé una carilla y no hice ningún cuento, sino poesía. El profesor me pidió que lea lo escrito y lo hice y ellos escucharon. Sí, definitivamente escucharon. No tardé mucho en terminar de leer y cuando saqué el papel de mi vista y observé a mi alrededor buscando una mirada que me diga que lo había hecho bien, que era muy inteligente, porque siempre me gustó que me digan que era inteligente. Miré a la señora que tenía frente a mí y ella estaba llorando. Recuerdo no entender por qué lloraba, intenté interrogar con la mirada al resto del grupo pero todos estaban al borde del llanto. Miré directamente al profesor. Quería que alguien me dijera algo, pero no. Un silencio sepulcral reinó el lugar por lo que a mí me pareció una eternidad aunque seguramente no hayan sido más que unos segundos. De repente un aplauso forzado retumbó en el salón y yo fingí una sonrisa.
Me acuerdo llegar a mi casa esa noche y llorar. Llorar profundamente porque no entendía qué era lo que no les había gustado de mis versos. Pensé en prender fuego la hoja, pensé en dejar de ir a las clases. Pero no lo hice. Pegué la poesía en la tapa de mi cuaderno y me prometí que cada vez que viera eso iba a intentar hacerlo mejor, para que nadie más llore por lo feo que era.
Quién diría que más de una década después volvería a encontrar esa poesía. Quién hubiese pensado que no lloraban porque era feo como yo creía. Sino porque nadie podía comprender cómo una criatura de nueve años podía cargar con tanto dolor.

Pensamientos nocturnosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora