Me estoy muriendo
Me estoy muriendo. Sí, así de fuerte como suena.
Por un momento empiezo a recordar aquellos tiempos de juventud, ¡hoy me resultan tan lejanos! Y pienso por un instante, en las personas que supe amar. Y las que no. Porque la culpa siempre está presente por más que uno quiera despegarse de ella, siempre encuentra la manera de aferrarse.
Los juegos de plaza, los libros, la poesía, el ajedrez, la escuela, los primeros amores, las lágrimas, los corazones rotos, amistades fallidas, pasiones y traiciones, vida y muerte. Y ahí está otra vez, muerte. ¿Qué quiere de nosotros realmente?
Y de pronto me acuerdo. Cuando era joven y mi amigo C falleció por mi culpa. A partir de ahí todo fue en picada. Toparme con mi cara en el espejo era un recordatorio constante de que yo sí vivía pero él no, levantarme de la cama era algo que podía hacer pero él no, ¿cómo yo iba a tener derecho a sonreír después de lo que paso? Las agujas del reloj avanzaban para todos, menos para mí. Aún estaban en ese día, ese maldito día.
Pronto todo se fue agravando, ante el menor problema entraba en una crisis interminable donde perdía la visión y la capacidad de moverme, comencé a tener relaciones con gente que no me agradaba, me lastimaba el cuerpo, consumía sustancias que hoy me dan miedo, pastillas y alcohol eran una cuestión común. Conté con la suerte de que la gente a mi alrededor lo notó a tiempo.
Sucedió lo esperado, médicos, psicólogos, psiquiatras, ayuda, contención, recaídas. Aún recuerdo las llamadas despidiéndome de mis cercanos, los intentos...
Ir al hospital se volvió mi moneda corriente, cuando no era un estudio era otro, cuando no era un especialista era otro. Tres veces por semana deambulando por el edificio donde se respira muerte. Muerte, otra vez.
No tardaron en aparecer las alucinaciones, las voces que me incitaban a hacer cosas que no debería, los ataques de ira, los ataques de pánico y el miedo a la muerte. De nuevo, médicos, psicólogos, medicación, círculo social y familiar, todos hicieron lo suyo y no me faltó contención.
Y de pronto había descubierto una verdad. No me lastimaba, ni mantenía relaciones por placer, tampoco consumía sustancias por eso. Lo único que buscaba era sentir. Sentir algo, lo que sea. Porque esa era la demostración de que estaba con vida. Porque yo sí vivía y mi amigo no.
Años pasaron y de a poco me fui recomponiendo. Las voces fueron desapareciendo y no consumo lo que antes. Aunque debo confesar que de vez en cuando me embriago como si no hubiese un mañana, para olvidar. Pero nunca olvido.
Era una tarde de Marzo cuando llegó un mensaje avisando que un compañero falleció, de la misma forma que mi amigo C. Por alguna extraña razón también me sentí culpable por él, pero hoy ya sé que yo no tuve responsabilidad. Con él no.
Su muerte me acosó durante días, me lo encontraba en sueños y me seguía tan insistentemente que llegué a pensar que se estaba vengando por C. No sé en qué momento se fue, pero lo hizo y yo me quedé acá. En un estado que daba tanta lástima que me hubiese gustado simplemente desaparecer.
El tiempo hizo lo suyo (asumo que la medicación también) y fui olvidando. Olvidé tanto que sentí que me vaciaban. Y ya no sentía, pero por lo menos seguía con vida y si algo había aprendido es que no quería morir. La culpa nuevamente, yo quería vivir pero a él lo había matado.
Pero resistí y juré ganar mi batalla interna. Lloré tanto que pensé que ya no me quedaban líquidos en el cuerpo, grité tanto que estuve sin habla, comí y engordé, dejé de comer y adelgacé. Fumé, fumé como si fuese una chimenea en pleno invierno. Pero pude. Y los médicos paulatinamente comenzaron a darme el alta. Y por un tiempo estuve bien.
"No puedo respirar" dije entre lágrimas, "tengo miedo, por favor que alguien me ayude". Volvieron las consultas, los remedios, la desesperación y la culpa. También se hicieron presentes la ayuda, la contención y el amor.
Esta vez los síntomas son otros y los primeros diagnósticos indican la presencia de tres trastornos con la posibilidad de sumar otro dependiendo del tratamiento. Y ya no quiero. No quiero nada. No quiero morirme pero no quiero seguir luchando para poder (sobre)vivir.
Los meses pasan y ya no tengo ataques de ira pero mis crisis aumentaron. Mi memoria se vio afectada y mi concentración aún más. Hace más de un año y medio que duermo solo dos horas por día, excepto cuando ya no quiero seguir más. Ahí duermo veinte.
Me estoy hundiendo y repentinamente el ciclo vuelve a empezar. Tengo que consultarle a otro médico porque aparentemente hay algo que podría no ser lo que pensaban. Y no quiero. Ya no quiero pasar por eso. Surgen las represiones de mi mente y no puedo recordar a mi amigo C, no veo su rostro, ni puedo escuchar su voz, ni siquiera recuerdo su nombre. Solo sé que existió. Que jugamos juntos. Que sonrió y fue feliz. Sé que vivió. Y también sé que se murió. Está muerto. Y el pensamiento me castiga. Me imagino su cuerpo bajo tierra siendo devorado por los gusanos ¿quedará algo de él aún?
Y me pregunto si él sabe todo lo que pasó después de su llegada. Y de su partida. Quiero poder perdonar que se haya ido así como si nada. Y quiero que me perdone por haberlo olvidado. Pero no puedo hablar con la muerte.
Entonces el pensamiento surge, me estoy muriendo. Así como él. A cada segundo que pasa me muero más y más. Algo me reconforta, de alguna manera todos nos estamos muriendo.