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Le perdí el miedo a la muerte la primera vez que, racionalmente, fui a un funeral.
Corazones rotos.
Caras húmedas por las lágrimas.
Algunos gritos desconsolados.
Personas en silencio y la mirada perdida.
Un ataúd en el centro, rodeado de hermosas flores.
Flores de arrepentimiento, por no haber estado más tiempo con esa persona en vida.
Le perdí el miedo a la muerte los días siguientes a ese primer funeral que comprendí.
Cuando ví que esos corazones rotos seguían latiendo con normalidad.
Cuando las lágrimas fueron sustituidas por risas suaves que, en algún punto, se volvieron carcajadas.
Los gritos desconsolados que pronto se enmudecieron.
El silencio cambió a conversaciones tranquilas y las miradas poco a poco recobraban su color.
Le perdí el miedo a la muerte cuando entendí que la partida de uno solo duele algunos días.
Que de pronto tu nombre queda en el olvido, o pocas veces es mencionado por aquellos labios que tantas veces dijeron quererte.
Cuando descubrí que, al paso del tiempo, ese nicho de eterno descanso queda abandonado o es visitado solo en cada aniversario —y si es que alguien lo recuerda—. Cuando las flores se marchitan sobre el césped de una tumba hasta convertirse en polvo.
Le perdí el miedo a la muerte cuando supe que no pasaba nada malo al irme, porque la vida continúa estés o no en ella.

Una noche le conté a mi almohada...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora