PRÓLOGO

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Las oraciones católicas de mi mamá me despertaron, bufé por lo bajo y me quité las sábanas de encima para levantarme e irme a dar una ducha a muy temprana hora como todos los Domingos donde somos las primeras en llegar a la capilla del pueblo.

En mi casa había más reglas que en ninguna otra casa, pues además de las reglas de conducta y educación, se encontraban las reglas religiosas, esas donde mis hermanas y yo teníamos que aguantar que nuestros padres nos salpicaran de agua bendita para alejar al mal de nuestras vidas cuando no queríamos levantarnos temprano cada Domingo para asistir a la capilla, cuando decíamos una mínima palabra altisonante como "tonto" y cuando queríamos vestirnos con pantalón, en vez de con falda larga.

Saqué de mi closet los ganchos de ropa que contenían una falda negra, un saco y una camisa del mismo color que se encontraban sin una arruga, estaban perfectamente planchados.

Desde que tengo memoria, mi mamá ha hecho mucho énfasis en cómo debemos vestirnos para ir a visitar a Dios, a nuestro padre, al único hombre al que debemos amar sobre todas las cosas.

Todos los días de mi vida me he cuestionado la razón por la que mi familia es tan apegada a la religión y nunca he encontrado respuesta alguna.

A veces me gustaría alejarme de tanta espiritualidad, abrir mis alas y volar sin necesidad de pedirle permiso a mamá, pero todo lo anterior está prohibido en esta casa.

Nuestra misión fue, es y será servirle a Dios todos los días de nuestra vida, pues él nos dio la vida y si nos las dio fue para que nos dedicáramos a él en totalidad y plenitud.

No negaré que es cansado, es exagerado, pero debo aceptar mi destino y si Dios quiso que naciera en una familia tan creyente, debo seguir su voluntad, por más infeliz que sea, al final de cuentas nací para complacerlo a él, ¿no?

Me arreglé, bajé a desayunar y miré a mamá perfectamente arreglada con su velo negro.

—Buenos días, mamá.

—Buenos días, hija. ¿Ya hiciste tu oración del día?

—Sí —sonreí y asintió entusiasta.

Le di una mordida a mi emparedado, un trago a mi jugo de naranja y repetí el procedimiento hasta terminar de desayunar, aprovechaba cada día que podía desayunar, sabía que habría días en los que tendríamos que ayunar y abstenernos de la deliciosa carne.

Cuando estaba pequeña me parecía cruel que mis papás me prohibieran desayunar aun sabiendo lo hambrienta que estaba, me sentía mal al ver como todos mis compañeros de la escuela se servían el almuerzo y yo tenía que quedarme en una esquina sin siquiera tomar agua, pero conforme más crecía, más cuenta me daba de los puntos que estaba haciendo como hija de Dios.

Lavé los trastes que ensucié y vi lo arreglado que se encontraba papá, besé su mejilla y me extrañé al no mirar a en ningún momento a María y a Esther, mis hermanas mayores.

—¿Dónde están las chicas, mamá? —cuestioné.

—Quisieron adelantarse —asentí —¿ya estás lista?

—Sí.

—Vámonos —tomé mi pequeña bolsa y salimos de casa para caminar muchísimos metros hasta llegar a la iglesia.

Los tres nos persignamos al entrar y tomamos asiento hasta enfrente con mis hermanas mayores, quienes estaban entretenidas leyendo las escrituras sagradas.

La iglesia contaba con pilares, los colores que abundaban era el blanco, beige y café, frente a nosotros se encontraba la enorme cruz con Jesucristo crucificado, la cerámica era muy real, el sufrimiento se veía en su rostro y la sangre podía apreciarse a metros de distancia y debajo se encontraba la credencia, mamá sabía tanto de la religión que conocía la manera correcta de colocar los debidos instrumentos. En el techo se apreciaban ilustraciones de apóstoles, santos y representaciones gráficas de la biblia, recuerdo perfectamente que cuando era niña, todo eso me aterraba, ahora hasta tengo de esas mismas ilustraciones en mi habitación.

Poco a poco las personas empezaron a llegar, los cantores dieron inicio a las alabanzas provocando que todos los presentes cantáramos al unísono.

Benditos son los pies de los que llegan para anunciar la paz que el mundo espera, apóstoles de Dios que Cristo envía, voceros de su voz, grito del Verbo. De pie en la encrucijada del camino del hombre peregrino y de los pueblos, es el fuego de Dios el que los lleva como cristos vivientes a su encuentro.

Luego de varias canciones, el sacerdote llegó provocándonos una paz en nuestro interior, nos pusimos de pie, se colocó frente al altar, se persignó y luego de hacerlo, los presentes dijimos "amén".

—Que la gracia y el amor del espíritu santo esté con ustedes —saludó —yo confieso ante Dios todo poderoso y ante ustedes hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión, por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa —golpeé mi pecho —por eso ruego a Santa María siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a ustedes hermanos, que intercedan por mí ante Dios, Nuestro Señor. Amén.

La misa pasó rápida al prestar atención e involucrarme en ella al ser una de las lectoras, por más sueños y metas que tuviera, debía entender que mi vida siempre se basaría en la religión, que por más que quisiera hacer otras cosas ese era mi destino, lo que no estaba en mis planes era que por culpa de la jodida religión perdería absolutamente todo.

Por la jodida religión.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora