Capítulo IV: Diario de Daniel Stutzman

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El amor es la compensación de la muerte;

su correlativo esencial.

Arthur Schopenhauer, El amor, las mujeres y la muerte

  

31 de octubre

Necesito un corazón nuevo. Al menos eso dijeron en el hospital, como si aquello se pudiera ubicar fácilmente en los escaparates de las tiendas. Mis padres me miraron como a alguien que se hunde, de repente, en un abismo. Mi hermana..., no lo sé, la mezcla de amor y odio puede ser aterradora.

Hubiese querido llorar, pero en lugar de eso me volví de hielo. Hubiese querido patear, escupir, golpear. Sin em­bargo me quedé muy tieso sobre mi silla y le sonreí al doctor despectivamente. Pensé, soy Daniel Stutzman, un chico de catorce años a quien Dios le está fiando unos días de vida.

Al llegar a casa, me encerré en el baño. Me desnudé con la intención de ducharme, pero me sentía tan débil que no tuve ánimos ni para girar la llave. Caí de rodillas en el suelo y me eché a llorar: con la boca abierta, con el pecho abierto, con la sangre ardiéndome. Toda mi piel ardía, había enrojecido como si, de pronto, el infierno se hubiera trasla­dado a mis entrañas. Dios... ¡cómo lloraba!, lloraba a gritos, con la desesperación de quien se ve devorado por la Nada. Las lágrimas fluían calientes sobre mi rostro y me ahogaban.

"Ayúdame, ayúdame", repetía una y otra vez. "No me suel­tes, por favor, ¡no me sueltes!". Apenas podía hablar, ahoga­do como estaba por mi propio llanto. Me sentía tan triste, tan solo, tan terriblemente vacío. Rogué, supliqué, exigí: "Dame fuerzas... ¡Envíame las fuerzas que necesito!".

El dolor puede partirnos el pecho. Sentí claramente que algo se rompía dentro de mí, una membrana que se hace trizas: pudo haber sido mi alma; las lágrimas brotaron entonces, sin control. Me sentía tan pequeño, tragado por la Nada, devorado por el lobo feroz de la Nada. Pensé: "Debo irme, debo irme", pero... ¿adónde? Me bañé, no sé cómo, me alisté y salí de casa a la deriva, sin rumbo, era un sonám­bulo. "Trata de calmarte", me decía, "trata de pensar", pero ¿hacia dónde iba? La gente pasaba a mi lado como bocana­das de aire frío, como fantasmas. No podía mirar a nadie a los ojos, me parecía que todos me señalaban como al nuevo loco, como al próximo muerto.

Vi la puerta iluminada de una iglesia cercana. ¡Jamás estaba abierta a esa hora! Entré decidido y me senté en una de las bancas, a la izquierda del corredor principal. Frente al altar, un grupo dirigía a la congregación con la ayuda de unos micrófonos. Eran tres mujeres: una tenía una voz muy calurosa, de madre; la otra era rechoncha y bajita y no para­ba de sonreír. La tercera era una muchacha de cabello largo, negro y ondulado. Tenía los ojos rasgados y había algo en ella que hacía pensar en un gato. Este trío de mujeres can­taba, bailaba y rogaba a los demás feligreses que imitaran sus movimientos. Al principio estaba algo incómodo, pero, poco a poco, fui entrando en una especie de onda que re­corría de arriba abajo la sala. Primero, canté los himnos con alegría no disimulada; luego, marqué el ritmo por medio de palmadas; y, finalmente, me balanceé con suavidad en una suerte de éxtasis. Me sentía muy ligero, era como si pudiera dirigir mi cuerpo desde algún punto lejano. Lo vi todo bo­rroso, de un color dorado, exactamente como si estuviera soñando. Vi todo como a través de un vidrio empañado o de una nube de aire caliente. Cada palmada me hacía caer más y más en un torbellino extraño.

La sala se fue llenando de gente y de murmullos que, en cierta forma, me despertaron. Miré alrededor confun­dido, aterrado. Buena parte de la concurrencia emitía unas vibraciones que parecían agrandarse en el aire, como cuan­do cae una piedra sobre la superficie quieta de un lago. En ese grupo se hallaba la muchacha de ojos rasgados, de cuya blanca garganta se escapaba una serie de vibraciones cortas y rápidas: "Ári, ári, ári, ári, ári, ári, ári, ári, ári, ári...". Habla­ba en lenguas. Algo en ese canto me recordaba la frialdad y la hermosura del espacio. Ella parecía un ángel. El otro grupo de asistentes, comandado por la mujer de voz cálida, era más bien pequeño: no repetían aquella suerte de "man­tras", sino que hablaban con fluidez en una o varias lenguas desconocidas. Tenían los ojos cerrados y hablaban a voz en cuello con alguien que los demás no podíamos ver. Parecían tener un contacto más directo con el Abismo. Los otros solo miraban "desde la periferia", si me es permitido tradu­cir aquello en palabras.

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora