Capítulo IX: Los Inocentes

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Sólo en Ti

está mi

fortaleza.

Luis Hernández, La libreta Bayer

  

Un domingo de diciembre, Geri se hallaba leyendo en el ático de su casa sobre un diván viejo que había perteneci­do a María Simma. Apoyaba los pies sobre una alfombra parda, de pelo largo, donde solía tenderse Martin a leer sus cuentos. Antes, el niño también subía al ático para pasar los domingos con su hermana, a quien narraba en voz alta cada detalle fantabuloso que descubría en sus libros de estampas. Pero aquel fin de semana, Geri estaba sola y encontraba aburrido el álbum de tapas verdes que tenía entre las ma­nos. Estaba a punto de quedarse dormida cuando escuchó las voces entusiastas de unos niños que venían cantando por la avenida principal del bosque de olivos. En los pri­meros días del mes de noviembre, los niños de la zona se habían dividido en grupos para ensayar villancicos en la es­cuela de la parroquia y, luego, salir a cantarlos de casa en casa. Martin había sido incluido en uno de aquellos grupos y desde entonces pasaba las tardes visitando a los vecinos y haciendo nuevos amigos. A Geri no le agradaba que su her­mano se involucrara tanto en las celebraciones navideñas, pues deseaba tenerlo siempre cerca, pero el día de San Ni­colás[1], Martin había sido nombrado "obispo-niño", lo cual significaba que iba a ser el rey de la temporada de Adviento. El muchacho debía desempeñar ese papel hasta el día de los Santos Inocentes.

La doctora Croizen se asomó a la ventana del ático y vio que Martin se hallaba dirigiendo el coro de niños: "Ya vienen los Reyes Magos, / por los caminos de Oriente, / traen los camellos cargados de regalos y presentes, / oro le llevan al Niño y además llevan también, / bajo su capa de armiño, buen vinillo y rica miel...". Martin hacía la voz principal. Geri lo llamó con un gesto suave y él se despi­dió con rapidez de sus amigos. Antes de pasar al ático, el niño se detuvo un instante en el umbral: se había disfrazado. Llevaba una túnica hecha de lino, sin costuras, con mangas holgadas; un cinto bordado, de un palmo de ancho; un man­to con borlas y flecos en los márgenes; un grueso turbante sujeto con alfileres de plata, el cual cubría por completo su cabellera rubia; unas cejas postizas de algodón muy fino; y una barba larga y blanca, tan hermosa que parecía un cúmu­lo de estrellas. Fue a arrodillarse a los pies de Geri, sobre la alfombra, en una actitud de festiva entrega.

—¿Qué tal? ¿Cómo te ha ido? —preguntó la doctora y, con un movimiento elegante, libró la cabellera del niño de aquella gruesa franja de tela.

Martin tenía la cara enrojecida y los ojos brillantes.

—¡Genial! ¡Visitamos a todos los vecinos! ¡Incluso a los Stutzman!

—Los Stutzman. Los que viven cerca de la iglesia —dijo Geri y enterró los dedos bajo el cabello dorado de su hermano. Cerró los ojos.

—Sí. ¿Los conoces? Ya, son tus pacientes. Debí su­ponerlo.

—Desde hace poco. ¿Qué te parecieron?

El niño se alzó de hombros y se quitó lentamente la barba y las cejas pobladas:

—Ya sabes... Representamos una escena del Evan­gelio en cada casa y, en la de ellos, nos tocó hacer un drama sobre los Reyes Magos. En realidad esa obra ya fue estrena­da la Navidad pasada, pero corregí los diálogos y agregué algunos detalles para hacer más ligera la entrevista.

—¿Qué entrevista?

—La conversación privada que sostuvieron los Re­yes con Herodes. La obra no le agradó mucho a la hija del señor Stutzman. ¿Cuál es su nombre? Es una chica que lleva gafas oscuras... —Martin se sentó en la alfombra y, luego de guardar la barba y las cejas postizas en una caja de alfa­jores que había bajo el diván, cruzó las piernas a la manera turca.

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora