Capítulo VIII: Tus labios destilan miel

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Tus labios destilan miel[1]

Con el verdadero amor ocurre lo mismo

que con los fantasmas:

todo el mundo habla de él,

pero pocos lo han visto.

Françoisde La Rochefoucauld

23 de noviembre

Hace tres semanas, Claudia me invitó a formar par­te del grupo parroquial que cada Navidad sale a cantar vi­llancicos por el bosque de olivos y a representar pequeños dramas basados en el Evangelio en los salones de las casas aledañas. A diario voy a ensayar con el grupo a las seis de la tarde en la antigua escuela que se encuentra adherida a la parroquia. A veces, rezamos juntos luego de franquear el portón de madera de la escuela, pero a menudo debo atra­vesar por mi cuenta el inmenso patio y bordear, solo, los rosales, los tulipanes, los poncianos y los ficus, hasta llegar a la imagen de piedra, severa e inflexible, del primer Ministro de la fraternidad franciscana en Salem, que parece vigilar la única entrada al edificio principal, donde se ubican las aulas. Luego de darle el santo y seña al portero, puedo subir por la vieja escalera de cedro, la cual, a medio camino, se divide en dos ramas que van a morir al segundo piso. Ahí me espera una efigie de la Virgen toda vestida de blanco, ante la cual me descubro, para pasar enseguida a un salón amplio y cal­deado. La puerta del aula tiene dos hojas pintadas de color ocre, una de ellas permanece cerrada durante los ensayos y cuando Claudia —que siempre es la última en llegar— in­gresa de puntillas al salón, su bolso se queda invariablemen­te enganchado en el picaporte.

Como por las mañanas se dictan clases de catecismo en ese mismo ambiente, los integrantes del grupo parro­quial tenemos que arrimar algunas de las carpetas para po­der ensayar. En los ensayos de canto nos acompaña con el piano el padre Juan de la Cruz, un hombre alto, rubio y de piel tostada que en sus tiempos hechizó con su prestancia a las jovencitas de Salem. Este Ministro es muy estricto: aun­que, gracias al cielo, tengo un oído excelente, con frecuencia lo hago rabiar por el escaso volumen de mi voz. Claudia, en cambio, es su preferida. Todavía recuerdo la primera vez que el padre le pidió que cantara en uno de los oficios del templo. La voz de Claudia salía límpida y serena como las notas de un violín hábilmente elaborado. Su voz me arre­bata. Tiene la virtud de aquietar mi alma, de silenciar mi espíritu. Alcanza notas tan puras, tan altas, que deben llegar a los oídos del mismo Dios.

Cuando Mina se enteró de mis frecuentes visitas a la escuela, solicitó de inmediato su ingreso al grupo de la parroquia. Una vez dentro, me ayudó a traducir del alemán, para los ensayos teatrales, una antigua obra dramática que habla de Herodes y de los Reyes Magos. Hice varias copias para el grupo parroquial y el texto fue aprobado por unani­midad. Desde entonces nos consagramos a fabricar nues­tro propio vestuario: cascos plateados para los legionarios y dorados para los centuriones, además de trajes rojos, es­padas cortas y sandalias de cuero. Mina, que ha solicitado el papel de Herodes, se envuelve en una toga de lana blanca, la cual lleva bordada una banda púrpura tejida. Los Reyes Magos, en tanto, deben vestir de una forma más bien estra­falaria: Melchor, el más anciano, lleva un ropaje de varios colores en señal de penitencia; Gaspar, una túnica abierta de color jacinto, la cual simboliza el matrimonio; y Clau­dia, quien ha elegido el rol de Baltasar, viste un atuendo de color azafrán, que representa la virginidad. Los tres reyes llevan pantalones de piel ajustados y gorros frigios de fiel­tro con orejeras. Yo, en mi calidad de Sumo Sacerdote, tuve que agenciarme una túnica blanca sin costuras, con borlas y flecos en los márgenes.

Entusiasmados por el proyecto, repasamos día y no­che las escenas del drama, acentuando nuestros gestos, mo­dulando el tono de nuestras voces. Con frecuencia, en mitad de una escena, nos quedábamos en blanco: olvidábamos pá­rrafos enteros o rompíamos a reír a carcajadas de puros ner­vios, pero aquellos impasses, poco a poco, fueron desvane­ciéndose, para desembocar en un estado semiinconsciente en el que cada movimiento fluye de una manera espontánea. Después de los ensayos, Claudia y yo entablamos reñidos duelos con las espadas de madera: el que logra derribar el sombrero del otro, gana... ¡Cómo reímos durante esos jue­gos!, sobre todo, cuando ella imita el excitado acento brasi­leño del padre Juan de la Cruz: "¡Ustedes pueden sentir el amor de Cristo! ¡Fuego!, ¡fuego!, ¡fuego de Cristo! ¡Fuego!, ¡Se quemaaan...!". Sí, cómo reímos entonces. Me muero por besar aquella comisura sesgada de sus labios.

Ya de noche, al salir de la escuela, Claudia, Mina y yo nos unimos a Tino y Angelo, dos novicios de la orden que administra el templo. Ambos viven en una casa cercada por plantas de higo que se halla a unos veinte minutos de la parroquia. La casa pertenece a la comunidad franciscana; para arribar a ella, tenemos que atravesar el denso bosque de olivos. En esos paseos nocturnos, nos dividimos siempre en dos grupos: Angelo, Clau y Mina van en el equipo que abre la marcha, mientras que Tino y yo acostumbramos rezagar­nos para platicar un rato. Sucede que ambos compartimos las mismas aficiones —como la de observar aves y grabar su canto—. Me gusta, en grado sumo, su inteligencia aguda, su bondad infinita y su voz calmosa. Podemos charlar horas de horas de temas que nos absorben por completo. A cada paso, Clau se voltea a mirarnos desde su puesto, en sus ojos se lee una curiosidad extrema. Parece preguntarse por qué nos rezagamos y, sobre todo, por qué yo pierdo ese lapso de tiempo, corto pero precioso, lejos de ella.

Una noche en la que paseábamos por el olivar, oí que Claudia le decía a Angelo:

—El padre Juan de la Cruz ha vuelto a pedirme que entre a la orden franciscana... ¡y ya no sé qué decirle! Ahora, claro, voy al colegio y todo eso, pero aunque estudio muchí­simo, me siento vacía por dentro.

—¡Yo sé qué es lo que te falta! —canturreó Angelo y la apuntó con el índice izquierdo.

—¡No!, ¡cállate, cállate! —Claudia se echó a tem­blar—. ¡Ya sé lo que vas a decirme!

A ambos les dio un ataque de risa. Cuando Claudia reía, solía levantar uno de sus hombros, de manera coqueta.

—¡Sí! ¡Te falta Cristo! Pero, ¿por qué no entras a la orden? —sugirió Angelo. Y yo, por supuesto, quería asfixiar­lo—. ¡Serías una excelente novicia! A veces, los que se resisten son los que más aptitudes tienen. ¿Sí o no?

—¡No, no, no, no, no, no...! —Clau agitaba las ma­nos delante de sí—. ¡No me hables de eso!

—¿Y por qué? —retrucó Angelo—. ¿Acaso tienes novio?

—No, no es eso. ¡No es eso en absoluto! —casi gritó Claudia.

—¿Entonces? ¡Ya sé! ¡Te gusta alguien! —ronronea­ba Angelo, con su voz cadenciosa.

Clau lo miró, exultante. Sus ojos parecían cristales de ágata.

—Sí... —musitó, por fin.

Mi corazón retumbaba como una campana.

—Y ¿lo quieres mucho? —la voz de Angelo parecía un río de miel, un río de aceite.

—Sí... — volvió a musitar Claudia.

—Y él... ¿te quiere a ti? —susurró el novicio.

Clau clavó la vista en el suelo, parecía haber recibido un golpe de muerte:

—No... Él no sabe que existo.

Aquí, Claudia volteó a mirarme y, al ver que tenía los ojos fijos en ella, me sonrió de una manera tan serena, tan confiada, que yo, de inmediato, le devolví la sonrisa sin poder ocultar mi ansiedad.

Claudia, adoración mía, recuerdo cada uno de tus gestos, cada uno de los instantes que pasamos juntos.


[1] El Cantar de los cantares; 4, 11.

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora