Capítulo VII: Formas de Nieve

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Formas de nieve[1]

  

Yo voy allá. ¿A dónde?

Yo voy allá.

¿A dónde? ¿Para qué?

Yo voy a donde la Rosa es.

Martín Adán, La Rosa de la espinela

Hacía casi un año, en la Nochebuena, Ernest iba en el con­vertible azul por la carretera que atravesaba el bosque de Salem. Desde la primavera anterior había grabado, para complacer a Ryta, decenas de cintas con los cantos de varias especies de aves y pensó en regalárselas esa misma noche. Repasó en voz baja los nombres que ya tenía archivados y, al instante, supo lo que diría Ryta al revisarlos: "Ernest... ¿grabaste el canto de una calandria, cierto?".

Ese reproche imaginario bastó para que se adentrara en el bosque con la esperanza de hallar algún ejemplar de aquella especie. Iba conduciendo, lentamente. De súbito, un fugaz destello de color pardo pasó rozando la ventanilla tra­sera. Ernest giró sobre su asiento, creyendo haber encontra­do, por fin, lo que buscaba. Al volverse para aparcar el auto, vio surgir, de entre los arbustos que rodeaban el camino, una sombra pequeña que se detuvo justo en medio de la pista. No tuvo tiempo de frenar y dio un grito de horror al comprobar cómo aquella sombra desaparecía bajo las rue­das del vehículo. Convencido de haber lastimado a alguien, saltó del automóvil y enseguida se arrodilló ante las luces de los faros y, aunque esperaba encontrar un cuadro nefasto, no vio absolutamente nada, salvo la escarcha y el polvo que cubrían el camino. Ernest solo pensaba: "¡Sí! ¡La sombra desapareció bajo el coche! ¡Pero no sentí ningún golpe!". Entonces escuchó un rumor muy suave, como el que hace al caminar un hombre enfermo, y vio que unos arbustos se apartaban a cierta distancia de donde estaba. Alguien aca­baba de dejar la pista para internarse en la oscuridad del bosque. Ernest tomó una linterna de la guantera y salió en busca de aquello, sin importarle lo que fuese.

Mientras corría siguiendo el rumor apenas percep­tible de unos pies sobre la hojarasca, llamaba a voces y es­cudriñaba el bosque, pero en respuesta, el viento no le trajo más que un clamor lejano y agitado que no tardó en apagar­se. Por un momento, quedó indeciso y alumbró a un lado y a otro con la esperanza de hallar alguna pista. Y lo cierto es que no se vio defraudado porque a unos metros de él, vio surgir, bajo el anillo dorado de la linterna, la hermosura terrible de un niño. Tenía el rostro algo inclinado; sus ojos color turquesa y el borde de sus cabellos brillaban bajo la luz de la linterna. Ernest lo vio parpadear y retroceder hacia las sombras. Intentó hablarle, pero a causa de la ansiedad que lo embargaba, se quedó sin voz. Alargó entonces un brazo para retenerlo y el niño, cuya imagen parecía ya difu­minarse, le pidió por medio de señas que lo siguiera. Ernest se apresuró a obedecer. El chico llevaba un pijama de color azul y estaba descalzo. Una luz muy tenue parecía brotar de su cuerpo. Sus pies se posaban de manera tan suave sobre la hojarasca, se diría que flotaba. Cuando Ernest y el niño estaban a punto de salir del bosque para entrar a una vie­ja trocha, el niño se desvaneció. Ernest corrió en círculos, creyendo que así podría volver a verlo, pero la luz de su linterna comenzó a titilar y en una sacudida cayó al suelo y quedó reducida a un puntito rojo entre la hierba. Fue en­tonces cuando sintió una fuerte opresión en el pecho: aquel niño, con el que había hablado en el bosque pocos días antes, se parecía demasiado al pequeño Croizen. Pero... ¿adónde había ido?

El viento silbaba como un duende entre las copas de los árboles.

[1]Iluminaciones, Arthur Rimbaud. 

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora