Cinco

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El Canal
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Me negué a ser una princesa, dejé atrás los vestidos, mi cuarto con escalera y mis joyas.

Renegué mi jaula de cristal en la que siempre me creí libre, sin saber que yo misma la había creado a mi alrededor y la habia fortalecido con mis propias manos. Me desprendí de mi fragilidad, de mis privilegios, del estatus, y de mi castillo.

Renegué mi camuflada candidez e inocencia. Cambié el reino por la astucia y sagacidad, por la noche en lugar del día, por la oscuridad en lugar de la luz. Porque sólo rodeada de tinieblas sentía que podía encontrarme a mí misma.

Apostar por mí, apostar por mi verdadera esencia libre de influencias externas que sólo forjaron en mi cabeza un manto de idealizaciones que calzaba con todo menos conmigo.

No quería el sol cálido entrando por mi ventana para despertarme con fragilidad, tampoco el canto de los pájaros señalando que empezaría otro día igual de perfecto que el anterior.

No quería mi posición, porque las niñas que tenemos todo no nos exponemos, no elijimos, no fallamos, no sufrimos. Aceptamos nuestro destino escrito con conformidad y de forma paciente, porque que al final siempre comeremos perdices y viviremos felices para siempre. O eso es lo que siempre ha sucedido y lo que nos prometió la historia, porque no cuestionamos, no rebatimos, no sospechamos.

Quería correr riesgos por primera vez en mi vida sin tener la certeza de que los reyes siempre me vendrían a salvar. Exprimir cada día como si fuese el último, sabiendo que quizás podría terminar besando el suelo numerosas veces, pero al menos sería mío y estaría marcado por mis huellas y no las de que mi sangre forjó por mí.

—¿Estás segura de esto? —susurró en mi dirección por quinta vez Matt, mientras yo cerraba con sumo cuidado la puerta de la entrada.

Asentí, sintiendo como mi estómago se revolvía sólo de la idea de hacer algo contrario a lo que querían mis padres. —Sí, estoy segura.

—Está bien. —señaló él tomando el bolso que había armado en sólo quince minutos—. Aquí vamos entonces.

Mientras él se dirigía a su auto yo no pude evitar voltear a la enorme casa en la que había crecido, casi por inercia. Como si hubiera necesitado tomarle una imagen mental para tenerla conmigo en mi memoria durante los dos meses en los que iba a estar lejos de allí.

Fue esa concentración digna de las partidas de ajedrez que jugaba con papá la que hizo que mi corazón diera una voltereta en mi caja torácica cuando la puerta de la casa de tía Diana se abrió, dejando ver gracias a la luz de la luna, los rizos de oro de Dalia.

Di un giro de ciento ochenta grados en un absurdo y nada práctico intento de que no me viera desde su casa vecina.

No lo logré, porque sentí sus pasos caminando hacia mí. —¿Santa Eve?

Negué con efusividad, aún dándole la espalda.

—Sé que eres tú, está tu intento de Ken mirándome con los ojos como platos desde su auto. —me respondió con frialdad, yo solté un suspiro y por fin le mostré mi rostro—. ¿Viajas?

—Llevo ropa para lavar. —me excusé, y el picor en mis manos comenzó a aparecer al instante, como cada vez que mentía—. Bueno, adiós, mándale saludos a tía Diana y a Fred.

Comencé a caminar hacia el auto, pero ella me tomó de la muñeca, pude notar la mochila rosa que tenía en su mano libre. —Estás mintiendo. Oh dios mío, sí, mira tu rostro...¡estás mintiendo!

Fuente de LuzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora