VI

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El fantasma feroz estaba ubicado en un templo abandonado en la sima de la montaña. Había arrebatado la vida a múltiples víctimas. En su mayoría cazadores y/o viajeros que encontraban el templo y decidían descansar en él.

La deidad del templo apenas tenía seguidores en estos días. Se trataba Ameonna, diosa de la lluvia. Años atrás, cuando los alrededores habían sido asediados por fuertes sequías, está diosa era particularmente popular. Pero en la actualidad la misma había sido olvidada y caída en desgracia. Sus pequeños templos fueron derrumbados y dejados a su suerte en lugares inhóspitos.

Seis hermosas mujeres se pararon al pie de la montaña, llamando la atención de un grupo de campesinos que se encargaban de las plantaciones al pie de ésta. No había rastro de los héroes encargados por el rey.

Sin embargo las sacerdotisas eran concientes de que éstos se encontraban dispersos en las inmediaciones.

Mientras las jóvenes discutían al pie de la montaña, un niño corrió hacía ellas. Su pequeño rostro estaba arrugado en una expresión preocupada.

-¡Señoritas, señoritas! - llamó, aprensivo. Tan apurado estaba que tropezó con sus propios pies, casi cayendo sobre Rubí.

En menos de un segundo, una sombra parpadeó y una mujer se posicionó frente a la sacerdotisa, sujetando al mocoso por el cuello de su ropa.

La figura alta y el cabello dorado, casi cortado al raz, era bien conocido entre héroes de todo el reino. Se trataba de Mísia, una heroína jóven de alto nivel, tan conocida por su belleza como por su habilidad, y especialmente temida por la frialdad de su rostro.

Rubí se apresuró a tomar al pequeño, cubriéndolo de los despectivos ojos de la heroína.

- No debe preocuparse, es solo un niño. No representa ningún peligro para mí - explicó, un poco intimidada por la mujer.

Esta asintió levemente. Un parpadeo después, ya no estaba.

El niño había perdido el hilo de sus pensamientos por la extraña aparición. Sin embargo, al ver el rostro gentil de la jóven, volvió a recuperar su ansiedad.

-¡Señorita! - exclamó nuevamente ante el rostro de la sacerdotisa principal, que se había agachado a su altura - ¡no deben subir a la montaña! Hay un fantasma feroz en la sima, señorita. Muchas vidas han sido arrebatadas por él.

Rubí sonrió, un poco divertida por la ansiedad del niño. Acarició su cabeza con una mano, mientras que con la otra desplegó una pila de papeles con diferentes figuras geométricas enredadas en extrañas formaciones.

- Tranquilízate. Dime, ¿conoces al dios Camil? - preguntó con amabilidad.

La atención del niño había sido tomada por los particulares garabatos. Asintió, un poco confundido.

- La sacerdotisa principal del dios Camil es bendecida con la habilidad de crear sellos de fuego que únicamente sus sacerdotes son capaces de utilizar - explicó, alzando los sellos en su mano para que los vea -. Un sello de fuego se activa sobre el alma con el que entra en contacto y su potencia depende de la pureza del alma que lo impulse. El sello quema un alma profundamente - ante la mirada asustada del niño la jóven soltó una risita. Sacudió su cabello y se puso de pie - pero no debes preocuparte. Los sellos solo funcionan ante almas manchadas con la malicia de la sangre. 

El niño la miró impresionado.

- Entonces señorita, ¿es usted una sacerdotisa?

Rubí asintió.

- Lo soy. Y mis hermanas aquí presentes también, entonces, no debes preocuparte por nosotras.

MadrigueraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora