Lièvre Noir

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Disclamer: como ya sabéis, todos los personajes, lugares y partes de la trama pertenecen a Thomas Astruc y Jeremy Zag, yo solo escribo por diversión.

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-Lièvre Noir-

Marinette no podía regresar a su casa.

Sabía que si sus padres la veían llegar en semejante estado de alteración se preocuparían y exigirían saber qué le había pasado y ella no podría explicarles nada. Ni ella misma sabía por qué había huido así de su propia fiesta.

Solo había seguido un impulso, quizás egoísta, o al menos así se sentiría más tarde al pensar en Alya y en el resto que se habían esforzado por organizar esa celebración en su honor. Los había dejado tirados a todos.

Echó a correr, casi enloquecida, por las calles rociadas por el halo luminoso de las farolas y las ventanas de los edificios, sin mirar atrás y sin prestar atención a la gente que se iba cruzando. En algún momento le pareció oír la voz de Tikki preguntándole a dónde iban, pero como no tenía ni idea, no contestó.

Solo siguió corriendo sin pensar en nada. Solo corrió y corrió, ignorando los borrones que pasaban silbando a su lado. Cuando se quedó sin aliento y tuvo que pararse en una esquina para respirar, se atrevió a alzar la mirada y ante ella vio el Puente de las Artes.

¿Cómo he llegado hasta aquí? Se preguntó, agobiada.

Se irguió, con las piernas temblorosas y ardiendo por el esfuerzo tanto como lo hacían sus pulmones. Miró a lo largo de la calle, siguiendo la orilla del río Sena y apenas distinguió a unos cuantos transeúntes a lo lejos, débiles figuras oscuras que se recortaban en la luminosidad de las bombillas y que se alejaban de ella y del puente. Le llegó el susurro del agua y el aullido de algún coche en la lejanía.

Por lo demás... parecía que fuera la única habitante de la ciudad.

Tras recuperar el aliento, se sorbió la nariz y echó a andar de nuevo. La madera crujió cuando sus pies pisaron el puente. Sus ojos recorrieron los tablones hasta el lugar donde estos se volvían blancos por el reflejo de las lámparas que decoraban la construcción. Eran de un tono amarillo pálido que creaba un efecto curioso en contraste con la negrura del cielo. No le dejaba ver las estrellas y Marinette, abatida, se preguntó si estas no habrían desaparecido.

El pecho aún parecía retumbarle con la misma violencia que cuando corría.

Avanzó unos metros, más o menos hasta la mitad y se asomó por encima de la barandilla. El metal estaba frío, como lo estaba el aliento del Sena que ascendía para arrasar su rostro encendido. Sobre el agua bailaban los reflejos de las luces del puente y de los edificios de la orilla.

Al otro lado de la pasarela el Instituto Francés parecía un palacio de cuento, encendido en colores de fuego y fundido en el horizonte negro, con su cúpula y sus tejados oscuros apuntando al cielo.

Respiró profundamente aquel aire helado, cargado de olores a humedad e historias de amor fallidas y sintió un escalofrío cuando la brisa azotó su cabello. Estiró los brazos para separarse de la barandilla y retrocedió hasta una de las bancas de madera. Se dejó caer en ella con pesadez, casi con desidia. Apoyó las manos en el borde y se encorvó de modo que la corona que seguía en su cabeza resbaló hasta rozarle la frente.

—¡Ah! —exclamó, asustada. La cogió antes de que esta se precipitara al suelo. Entonces volvió a mirarla, con más cuidado. Era realmente preciosa, tan delicada y sencilla a la vez. Era perfecta. Y además era un regalo de Adrien—. Tan solo unos meses atrás habría hecho cualquier cosa por tener este regalo.

Luces ApagadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora