Encogido a pelotazos.

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Benjamín.

Permanecía absorto en los dibujos de las baldosas del suelo sin prestar atención; el entramado de líneas creaba una ilusión óptica hipnotizante. Solo un fuerte timbrazo que indicaba que la clase había finalizado consiguió sacarme de mis pensamientos. Recogí mis libros guardándolos en la mochila y comprobé el horario. Una piedra me cayó en el estómago; tocaba educación física.

Salimos al patio de recreo, donde se impartían las clases de gimnasia. En el centro estaba el profesor, un cuarentón vago e incapacitado para hacer todo lo que no hiciese referencia a comer. Nos condujo hasta la pista de fútbol y nos distribuyó en dos grupos equitativos. Acto seguido nos impuso con carácter de un déspota que jugáramos durante toda la hora y se fue a tomar un café a su despacho dentro del gimnasio. El muy irresponsable nunca se fijaba si algún niño se hacia daño y menos aun se fijaba en si algún otro niño lo infligía sobre otro. Intenté no hacerme ilusiones, sabía que me iba a tocar ser el portero de mi equipo, y así fue. Me coloqué en la portería, protegiendo los tres palos para evitar goles. El juego comenzó y mis compañeros empezaron a golpear la pelota en dirección a mi. Ni siquiera los de mi equipo, los que se supone que tendrían que ser mis camaradas, me apoyaban. Dejaban pasar al equipo contrario para que este me disparara el balón una y otra vez en la cara o en la barriga. Al no haber trabajo grupal y espíritu el juego perdía su sentido, solo era otra vía mas para hacerme daño.

Pasé una hora recibiendo balonazos entre rabia y frustración. Antes de que sonara el timbre el profesor volvió para cumplir con su trabajo de inepto. Me miro y se rió; imagino que pensaba que estaba tan rojo por haber corrido tras la pelota toda la clase. Que equivocado estaba, no se daba cuenta de que hasta un balón me podía acosar e infundir miedo.

La siguiente hora la tuve que pasar en la enfermería a causa de todas las quemaduras y moratones que me habían dejado los balonazos. La enfermera, una chica muy amable, me aplico con cuidado algunas pomadas y me animó con una piruleta en forma de corazón. Estuve hablando con ella entretenidamente hasta que los altavoces anunciaron que el recreo había comenzado. Me daba pena despedirme y marcharme de un lugar tan seguro, pero necesitaba ir al servicio urgentemente.

 Corrí por los pasillos hasta entrar en el baño. Cuando acabé, ya aliviado, entraron Mickel y Aaron. Me miraron con un resplandor malévolo y se abalanzaron sobre mi. Aaron me sujeto los brazos y Mickel me pegaba puñetazos. Al parecer no los parecía suficiente el doloroso partido de fútbol, ni la paliza que me acababan de dar, porque me tiraron al suelo y para ridiculizarme más aun me mearon encima. Tenía la vista nublada por el dolor, el cual hacía que me palpitara la cabeza. Lágrimas espesas y amargas afloraban desconsoladamente de mis ojos y se precipitaban sin utilidad alguna al suelo. Llorar no servía; dormir tampoco solucionaba las cosas. No había fórmula que despejara la incógnita sobre si estaba vivo o si en realidad era un muerto con un corazón latiente. Estuve tirado en el suelo, solo como de costumbre, entre una niebla de amenazas que recorría mi vida hasta que me recuperé.

Me detuve en conserjería y pedí ropa prestada. El conserje me pregunto por qué estaba empapado a la vez que me entregaba unas prendas nuevas. Me inventé la excusa de que accidentalmente presioné el botón de las duchas en el vestuario y me había mojado. La mentira se convirtió en verdad fácilmente ante los ojos del conserje y me despedí para dirigirme a un rincón apartado de patio donde nadie me molestara.

Veía a los demás niños jugar, oculto entre los árboles, mientras comía el bocadillo que me había preparado mi madre. Me hallaba en un momento de paz ilusoria, ya que no duraría demasiado tiempo. A los pocos minutos de estar allí me calló una piedra en el hombro, seguida de una lluvia de guijarros. Me estaban apedreando y yo solo podía encogerme, impotente frente a las rocas que empezaban a oprimirme. Una de ellas acertó en la cabeza, cegándome de dolor y aportándome un mareo incontrolable. Chillé histérico y berreé lo más fuerte que pude pidiendo ayuda. Los niños pararon de lanzar piedras y un profesor pudo sacarme de entre los arbustos. Al fin alguien se fijaba en mí, aunque para ello habían tenido que acontecer situaciones extremas... Eso me daba algo en lo que aferrarme.


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