Limón en la herida.

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Benjamín.

Me senté en la silla presidiendo la mesa, con mi madre y mi padre a cada lado. Se podría decir que mi cocina era bonita. Unas amplias ventanas con cortinas blancas y azules, la encimera de mármol, una vitrocerámica muy cuidada, los muebles de madera y un frigorífico moderno.

-Bueno cariño, mañana vuelven a empezar las clases... ¿Cómo te sientes?-. Me preguntó mi madre con voz cautelosa e incomoda. Se la notaba tensa y no podía disimular el nerviosismo porque se retorcía las manos levemente pero de forma constante.

Este pequeño comentario derribó la barrera que había construido en mi mente alrededor de ese doloroso recuerdo. Todo mi entusiasmo, adquirido con la llegada de mi nuevo amigo, desapareció de repente y el miedo me cayó encima de forma contundente e irremediable, como si fuese una piedra que se lanza al aire y desciende hasta volver al suelo. Dejé de comer y solté el tenedor que estaba llevando hacia mi boca, mirando el plato que tenia enfrente de mí. El nudo que me oprimía el estómago no me dejaba respirar, sentía como mi cabeza se asfixiaba debajo del mar de recuerdos.

-Puedes quedarte en casa si así lo deseas tesoro.

Mi padre intentó animarme, pero fracasó. Cualquier mensaje destinado a infundirme valentía se perdía en el limbo de mi mente maltratada.

-No, debo ir, sino cada vez será peor-. Contesté con un temblor persistente en el labio.

Mis padres se miraron muy afligidos sin saber que hacer, angustiados. Yo por mi parte acabe la cena que se había enfriado y regresé a mi cuarto muy despacio; no tenía fuerzas para mover mi cuerpo. El derrotismo se había apoderado de mi por completo una vez más.


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