Tragedia seca.

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Goldy

La habitación estaba muy desordenada. Había ropa sucia tirada por el suelo, en el escritorio reinaba la televisión de pantalla plana rodeada de libros escolares (seguramente sus súbditos, no entiendo bien la lógica humana) y la cama estaba deshecha. La alfombra estaba plagada de muñecos que me miraban sin parpadear; era escalofriante lo quietos que estaban. Todo era muy diferente a la tienda de mascotas, pero mi nueva casa me gustaba mucho. La pecera era muy grande, además tenía algas y un cofre del tesoro que se abría y cerraba solo. En un extremo de la pecera había un señor peculiarmente diminuto. Su atuendo era extraño: vestía con un traje naranja, pero no era una fruta a pesar del casco de forma esférica que cubría su cabeza. Decidí no acercarme a aquel hombre tan extraño por si me ocurrí algo malo; no me transmitía una sensación de calma precisamente. Pasé varios minutos pensando en lo que me había dicho aquel niño, pues no entiendo el idioma humano, por lo que pronto me empecé a aburrir. Comencé a nadar muy rápido en círculos. A cada envite que ejercía sobre el agua con mis aletas, mi velocidad aumentaba. Era realmente apasionante y divertido poder moverme con tanta libertad. Desafortunadamente, me propulsé con demasiado ímpetu  y salí despedido fuera de la pecera, arrastrado por la fuerza del agua que yo mismo había creado. Caí en el suelo seco y me rodeó el aire árido. Pronto comencé a secarme; necesitaba agua... Y rápido.


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