Corría el año 1839, cuando una fría tarde de invierno la señorita Emma Fitzwarin llegó a este mundo. Cualquier cronista de su época consideraría que su historia no merece ser contada, al fin y al cabo, ¿por qué la historia de una mujer iba a merecerlo? Sin embargo, este cronista sí considera menester narrarla, y no porque tuviera una vida fascinante y repleta de sorpresas, que la tuvo, sino porque la existencia de ningún ser humano merece caer en el olvido.