Harto de las profesiones anónimas y de la monotonía de la eternidad, cuando los registros históricos olvidaron su rostro, y su nombre se perdió en el viento tras el pasar de las décadas, Lionel Messi decidió convertir una de sus pasiones, en otra de sus carreras. Bendito en su maldición, y con la experiencia de una inmortalidad, junto a la oscuridad que lo arropaba, trazó un camino que lo llevaría a convertirse en un galardonado futbolista, antes de que el tiempo misericordioso, le recriminara una vez más los cientos de décadas que habían caminado lado a lado. Decidido a triunfar de nuevo en su longeva existencia, la travesía lo orilló a convivir con la frágil mortalidad del hombre, más allá de aprovecharse de ella, cuando en medio de un partido mundialista, en alguna ciudad de renombre de Alemania, el estruendo de una risa jovial captó su escucha, y el afable aroma del arquero suplente de la Selección que enfrentaba su país, nubló el resto de sus desarrollados sentidos. En la lejanía de la banca rival, el latir entusiasmado del corazón del tercer guardameta de México, se apoderó de la oscuridad en el delantero argentino.
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