IV.

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La normativa de la empresa prohíbe a los operadores utilizar el teléfono durante las llamadas o tenerlo encima de la mesa, ni que sea para cargarlo. Cristina, como es la supervisora, no solo tiene la responsabilidad de amonestarles, sino también la de dar ejemplo.

A partir de medianoche, con La Plataforma vacía y el escaso número de llamadas que reciben, podría mostrarse un poco más flexible con esta norma, pero no quiere arriesgarse a que sus superiores revisen las cintas y consideren que no está capacitada para el puesto. Cien euros más al mes son cien euros más al mes. ¿Quién no los necesita? Por no hablar del privilegio de no coger llamadas.

Como ella también es humana, y también es adicta, está utilizando el suyo sentada en el inodoro, con los pantalones y las bragas por las rodillas a pesar de hacer ya más de diez minutos que ha terminado sus necesidades. Lleva todo ese tiempo dentro del chat de whatsapp de su novio y futuro marido: José. Con la vista fija en la foto que tiene puesta, junto a la que no aparece la última hora de conexión, y la uña del dedo pulgar entre los dientes. Esperando.

Cuando sale, creyendo estar sola en la enorme habitación habilitada para que quepan más de doce mujeres al mismo tiempo, se encuentra de frente con María, que está delante del gigantesco espejo sin hacer nada más que mirar su propio reflejo. 

Cristina se lleva un susto que le corta la respiración. Le falta un latido y después del vacío el corazón le bombea más rápido. Se coloca la mano derecha en el pecho, dramatizando, y le dice:

—Joder, ¡qué puto susto me has dado!

—L-lo... Lo siento —le responde María.

—Podrías haber hecho algo de ruido, como la gente normal —humilla Cristina, pasando por detrás de María para colocarse a su lado en el alargado lavamanos de cerámica y abriendo el grifo del agua caliente—. Y no entrar a hurtadillas como una puta rata.

—Yo no... 

María, ruborizada hasta las cejas, agarra con la mano derecha el bajo de su jersey ancho y no le quita a Cristina los ojos de encima mientras aprieta y lo retuerce. Solo los baja cuando el reflejo de su supervisora le devuelve la mirada a través del espejo.

—No voy a comerte —le dice Cristina.

Mientras María permanece callada, Cristina se lava las manos. El silencio y la tensión se funden con el frío del baño. María lleva muy poco trabajando allí, menos de dos meses desde que terminó su formación. Cristina tira del papel secante con un gesto brusco, haciendo ruido. Se seca las manos de camino a la puerta y hace una bola al terminar que deja caer al suelo.

Una vez ha desaparecido por la puerta, María inspira hondo, recoge la bola de papel, la tira a la papelera y sale detrás de Cristina.

Fuera, el resto está formando un corro alrededor del ordenador de la supervisora. 

Es una mesa grande situada en mitad del pasillo, que ocupa el ancho de dos filas de cubículos. Tiene dos monitores y una silla acolchada mucho más cómoda que las del resto. Además, al ser un puesto fijo y no rotatorio, que solo comparte con los supervisores de mañana y tarde, está decorado con post-its y fotografías.

El grupo parece nervioso. Cristina se da cuenta de que pasa algo porque David no está en su sitio, Raúl no para de mover el pie y Lorena está mordiéndose las uñas. No hay ni uno de ellos que no la esté mirando fijamente a medida que se acerca a la mesa y no hay ni uno de ellos que no tenga la cara como si acabaran de notificarle que se ha muerto su perro. La última vez que les vio así fue el día de los atentados y, por un momento, internamente empieza a preocuparse.

—¿Por qué nadie está cogiendo llamadas?

Se detiene a tres pasos de la mesa y del grupo. María la adelanta con pasos torpes y cortos, colocándose detrás de los demás, recibiendo alguna que otra mirada acusadora que ella esquiva agachando la cabeza. Cristina deduce que, esa pandilla de cobardicas, habían depositado sobre la nueva la tarea de comunicarle lo que sea que no se atreven a decirle.

Se cruza de brazos y eleva un poco la barbilla.

—¿Y bien? —insta y repasa con la mirada endurecida al grupo, uno por uno, buscando como buscaría un cazador a la presa más débil—. Javi —dicta a modo de sentencia—. ¿Me lo cuentas?

Javier da un paso al frente. Busca primero la aprobación en la mirada de los demás y cuando Sandra le asiente, vuelve a mirar a Cristina y abre la boca:

—Verás, queremos que... —se retracta rápido, porque la conoce—, nos gustaría que escucharas una llamada. Ha sido un poco...

—¿Un poco...? —Cristina le alienta con dos golpes de mano, como si fuese una profesora que aprieta a un alumno para que continúe con la lectura.

—Ha sido rara de cojones —interrumpe Raúl, al borde de perder los estribos.

La reacción de la supervisora es fruncir el ceño.

—Tenemos que llamar a la policía —dice Lorena y— ¡No! —interrumpe Sandra.

—¿Qué? —Cristina empieza a no entender nada.

—Es mejor que lo escuches —se adelanta David. 

Apoya la mano en el respaldo de la silla de la supervisora y la aparta de la mesa ofreciéndosela, para invitarla a sentarse.

—Es mejor que lo escuche —le dice a los demás, tratando de apaciguarles. No ha sido solo idea suya. Que Cristina la escuchara es un consenso al que han llegado entre todos.

—Es la mía —avanza Raúl, rodeando la mesa y acercándose a Cristina a medida que ella toma asiento y desbloquea el ordenador—. La última. Primero le ha saltado a David y la siguiente la he cogido yo. Escucha primero la mía.

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