II.

18 0 0
                                    

David es un chico sencillo. Viene de una familia humilde de un pueblo industrial, periférico a la ciudad en la que se encuentra La Plataforma. Una fábrica urbana de mano de obra barata como él, que cuando terminó la secundaria dejó de estudiar para trabajar en una cadena de montaje. Total, estudiar tampoco era lo suyo.

Ha llevado una vida anodina llena de anécdotas fascinantes y de altos y bajos. Cuando se narra esta historia, está en uno de los bajos. Hace poco que ha roto una relación de cinco años, ha tenido que volver a casa de sus padres con casi treinta y el único trabajo que ha encontrado ha sido el de teleoperador. En el turno de noche.

—Buenas noches, le atiende David. ¿En qué puedo ayudarle?

Tiene por afición jugar a los bolos. 

Cuando le comentó a sus compañeros que podían ir un viernes, antes de entrar a trabajar, a echar una partida, se rieron de él. Eso es un hobby de los ochenta, le dijeron, o de adolescentes americanos. Menuda panda de ignorantes. 

Cuando les convenció por primera vez, y sus compañeros probaron el que era su deporte favorito, desató una euforia colectiva que no esperaba y que no pudo controlar. 

El primer viernes eran cuatro y el segundo viernes eran diez. Meses más tarde, ya eran varios equipos Compass. Una broma interna de la empresa. Y habían creado una liga entre departamentos.

—¿Contra quién jugamos este viernes? —pregunta Sandra.

—Contra los de ventas —responde Javier.

La Plataforma es la cuarta planta de un edificio de oficinas de doce. Al tratarse de un call center, no tiene paredes y está llena de cubículos. Una enorme colmena que ocupa media manzana, de ciudad, y que durante el día alberga a más de trescientos trabajadores.

A partir de medianoche, siete octavas partes están en penumbra y en el resto del edificio solo queda, en la planta baja, el vigilante de seguridad. Delante de las cámaras. La parte iluminada son dos filas de diez por diez cubículos separados por un pasillo, cerca de los lavabos, y nuestros protagonistas repartidos en ellos como les apetece.

A partir de medianoche, los de ventas solo son dos:

Raúl y Muhammad.

—¡Os vamos a machacar! —les grita Raúl, para hacerse oír a pesar de estar al otro lado del pasillo, en uno de los cubículos pegados a la ventana.

Suena el pitido de una centralita y Javier desaparece para atender una llamada.

—Lo llevas claro —le contesta Sandra a Raúl. Y David, que es de los que habla poco y observa mucho, juraría que ese pique que se llevan es personal. Se nota cierto resquemor entre ellos y se rumorea que no tiene nada que ver con los bolos. ¿Se habrán acostado?

—¿Todavía la tienes? —Ahora Sandra se acerca y le mira a él, con esos ojos pardos que parecen estar acusándole de algo que no ha hecho. Vuelve a sonar el pitido de su centralita y David piensa: Salvado por la campana.

Le gira la cara a Sandra para encarar el monitor.

—Buenas noches, le atiende David, ¿en qué puedo ayudarle?

En el apartado del D.N.I. del programa informático que utilizan para gestionar la cuenta de los clientes, aparecen ocho ochos y el resto de campos de la ficha están en blanco.

Lo primero que piensa David, es que el cliente ha pulsado el mismo botón del teléfono repetidamente para que la locución se callara y le saltara con un operador.

Hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que sea un mal augurio. Puede significar que no tiene un contrato con la compañía, lo que podría derivar en una venta para Raúl, pero también puede significar que esté ansioso por hablar con alguien, lo cual suele estar asociado a un cliente descontento.

Pero, de serlo, un cliente descontento, le contestaría.

Sin embargo, lleva al menos un minuto en silencio.

—Buenas noches, le atiende David, ¿en qué puedo ayudarle?

Hay alguien al otro lado porque David puede escuchar la estática y la respiración. Por inercia, busca el botón de mute en la pantalla, no sea que lo tenga activado, y se asegura de haber bajado el micro a la altura de la boca.

Todo parece estar en orden.

—Buenas noches, le atiende David, ¿puede oírme?

Se cubre los oídos, rodeando los auriculares con la palma de las manos para aislarse del ruido de sus compañeros. No suele necesitar hacerlo, cuando uno está en llamada el resto tiende a alejarse o a bajar la voz. A partir de las doce no reciben tantas como el resto de los turnos y pueden permitirse levantarse del cubículo. Pero quiere asegurarse de que no es él el que tiene problemas para escucharle.

—¿Hola? ¿Puede oírme?

Entonces, La Voz:

—¿Todavía la tienes?

—¿Qué?

Y, al segundo, desaparece la estática y la respiración. El enorme botón rojo que le indica que está en llamada y que utilizan para colgar se vuelve verde y ya no hay nadie al otro lado.

David se queda mirando los ocho ochos grises de la pantalla con la boca ligeramente abierta y frunciendo un poco el ceño. Tratando de asimilar lo que acaba de pasar.

Se gira hacia sus compañeros y La Plataforma le parece lejana y ajena a él. Con esa neblina que decora los sueños.

Sandra se acerca de nuevo.

—¿Qué quería?

—¿Qué? —responde David. 

Parpadea. 

Vuelve a mirar a Sandra.

—El cliente —le dice ella—, que qué quería.

—Ah —responde David, recuperándose de la confusión—. No lo sé.

La PlataformaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora