La empalaron.
Esa noche salieron de fiesta, como todos los sábados. Ella se despidió de sus amigas a las tres y se marchó de la discoteca con su novio. El lunes siguiente, en un edificio en construcción a dos manzanas de su casa, hallaron su cadáver atravesado por una tubería.
Los obreros quedaron consternados. Encontraron su cuerpo semidesnudo en descomposición, con el vestido desgarrado y arremolinado en la cintura. La habían colgado entre dos caballetes de madera como si fuese un pollo asado y perforado varias veces con herramientas que estaban esparcidas por el suelo, repletas de sangre.
Los trabajadores, que no podían creerse lo que estaban viendo, no llegaban al desequilibrio mental de los homicidas y no asociaron los orificios producidos por las herramientas con los usos sexuales que revelarían las pruebas forenses.
Algunos se alejaron de inmediato a vomitar, por lo atroz de la imagen y el olor nauseabundo que desprendía el cuerpo. Otros resistieron, sin poder apartar la mirada de la escena que se instalaría en sus cerebros de por vida, y entre sus murmullos se escuchó una risa nerviosa.
El capataz puso orden. Dispersó a la multitud enviándoles a casa y vació la zona. Llamó a la policía, que tardó sólo diez minutos en hacer acto de presencia. Y estos, a la hora de comunicar el asesinato y dar el pésame a su familia, no tuvieron reparos en explicarles los detalles escabrosos.
Días después el novio confesó.
La habían violado entre él y dos amigos.
Cuando el juez les preguntó, declararon que «todo eso» de los agujeros lo hicieron porque lo habían visto en un anime japonés y les pareció que sería divertido probarlo.
Por lo visto, según se supo semanas más tarde, también lo habían grabado en vídeo y colgado en algún rincón oscuro de la deep web. La cantidad de curiosos y depravados mentales que lo buscaron, lo encontraron y lo descargaron fue incontable y el número de visitas había incrementado notablemente una vez la prensa hizo público el caso. Casi como si «alguien» se hubiese dedicado a compartir el enlace.
Aunque la policía lo retiró, fueron conscientes de que era demasiado tarde. Aquel vídeo seguiría vivo en cientos de miles de dispositivos y el sufrimiento de la chica durante aquella barbarie se reproduciría en formato mp4 una, y otra, y otra, y otra vez. Incluso se llegaría a comerciar con él y, eso, era algo que no podían evitar.
Cuentan que a la madre de la víctima le enviaron el vídeo. Que lo vio y se volvió loca. Que pasó días, semanas, meses y años preguntándose por qué. Que visitó al que fue su yerno en la cárcel para hacerle esa misma pregunta y que él le había contestado: «¿Y por qué no?»
Ella jamás asimiló la respuesta y se dio a los ansiolíticos.
Mi madre, que es amiga de esta mujer y narradora principal de esta anécdota, me dijo que nadie, jamás, podría haber imaginado que su novio le haría eso. Parecía, y he aquí el quid de la cuestión: Parecía un chico de fiar. Una buena persona.
Estaba claro que no lo era y que, muy probablemente, no lo había sido nunca.
La conclusión que saqué cuando me lo contó y que comparto hoy contigo en estas líneas, es que estamos rodeados de monstruos. Estas historias se repiten continuamente en la prensa y en la televisión, pero preferimos hacer la vista gorda y vivir seguros en nuestra pequeña parcela de plácida ignorancia voluntaria, como si fuesen seres exclusivos de la ficción. Al fin y al cabo, tal y como dicen mis amigos:
«Si no lo ves, no puede hacerte daño».
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La Plataforma
Mystery / ThrillerOcho teleoperadores del turno nocturno se enfrentarán a un misterioso cliente. ¿Quién es? ¿Qué es lo que quiere? ¿Por qué a ellos? Tendrán que descubrirlo.