CAPÍTULO CINCO

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C a p í t u l o    c i n c o

—... ¡¿Dónde está Nivan!?

Nivan...

Niv...

N...

Nada.

Aquí vamos de nuevo.

El eco de mi nombre voló hasta mis oídos hasta que se desvaneció tanto que se llevó el demás ruido consigo. Mi madre aún estaba a mi lado y yo la sentía a kilómetros de distancia. Las palabras seguían derramándose por sus labios sin medida y el doctor Méndez trataba de tranquilizarla. Ya no los oía. Ya no escuchaba. Me encontraba perdido en algún rincón de mi horrorizada mente. De mi nula capacidad de entender.

Las preguntas seguían sin tener respuesta, mi cuerpo comenzaba a olvidar lo que era el calor, el miedo ya empezaba a enterrarse en mi o a enterrarme a mi en él; mi corazón y mi ser por completo seguían hechos pedazos, cada parte, incluso la más diminuta del hombre que recordaba, se encontraba hecha polvo dejando rastros en mi memoria. Era mucho mejor no sentir nada o simplemente olvidarme a mi mismo. Era mejor desaparecer el más ingrato recuerdo, por más vago que fuera, de lo que yo solía ser.

Estaba avergonzado de lo que mi soberbia voluntad me había guiado a llegar.

—Esta mierda no puede ser cierta.

Me alejé poco a poco de espaldas, había una voz en mi cabeza que hacía demasiadas preguntas y yo no era capaz de imaginarme las respuestas.

Lo siento, mami.

Corrí, corrí como nunca pero la pesadilla apenas estaba iniciando. Tropecé y sin oportunidad de meter mis manos, estrellé mi rostro contra el suelo. Un dolor agudo se extendió por mis huesos; al tratar de levantarme una arcada casi me hace expulsar mis viseras. ¿Que demonios? Me levanté como pude y seguí corriendo sin un rumbo planteado en mi mente. Todo a mi alrededor se movía y maldije para mis adentros. Se sentía como si estuviese ebrio.

Pero a ti te encanta estarlo, ¿no es así, Nivan?

Atravesé las puertas del hospital y una vez fuera corrí lejos hasta postrarme en medio de la calle. Me deje caer sobre mis rodillas sin ninguna fuerza sobre mi alma sosteniendo mi espíritu. Implorando, rezando. El resplandor de un relámpago me hizo notar la ropa adhiriéndose a mi piel y vi cómo sangre seca impregnada en ella se resbalaba por la lluvia.

¿Qué había pasado conmigo? ¿Porqué tenía tanta sangre encima?

Las gotas se mezclaban con las lágrimas saladas que bajaban por mis mejillas y el hedor a alcohol me mareaba y me daba ganas de vomitar. Por primera vez me veía. Y era un asco.

El sonido de un trueno apretujó mis tímpanos haciéndome saltar en mi sitio. Los autos pasaban a mis costados y me atravesaban sin lastimarme.

Un dolor encendía el lado izquierdo de mi pecho y quemaba con la intensidad de mil soles. No era ni relativamente el tipo de calor que esperaba sentir. El arrepentimiento pesa más que cualquier sentimiento y no me cabía tanto en un suspiro, pero fue lo único que salió de mi. Lo único sensato que era capaz de expulsar. Tal vez era mi alma tratando de escapar de mi inmundo cuerpo, ya no había nada digno en mi que quisiese quedarme a presenciar. Elevé mi mirada a la inmensidad del cielo y era la noche más negra en toda mi existencia, ni siquiera divisaba la circunferencia de la luna o estrella alguna; de la penumbra escurrían diminutas gotas que chocaban contra mi frente fría haciéndome recordar mi camino hasta ahí. Yo solo había cavado mi tumba. ¿Es que acaso era tan sorprendente? Cuando sabía que me la pasaba burlando a la muerte cada fin de semana. Otro suspiro.

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