CAPÍTULO SIETE

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C a p í t u l o s i e t e

—Por una vez en tu vida, ¡hazme caso!

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¿Qué palabra podía usar? Ya no podía presumir de estar despierto y mucho menos alardear de que fuera solo un sueño.

Solo sentía. Solo me quedaba confiar en mis sentidos.

Mis ojos ardían. Vi un cielo blanco, tantas nubes no dejaban vislumbrar la existencia de un sol o una luna. Mis ojos se movían por todos lados a través de la ventana de un coche con olor a pino y humedad en el que nunca había estado en mi vida. Tardé poco en darme cuenta que el segundo olor era expulsado por mi vestimenta, que se encontraba empapada y helada contra mi piel. Me incorporé tan rápido cuando reaccioné ante la situación en la que me encontraba.

4:35 p.m

El reloj con números rojos en el tablero del auto marcaba una hora, pero el cielo decía otra, pues parecía que estaba por anochecer por tanta sombra que otorgaba a la tierra. Sin mencionar que cuando me encontraba en la carretera, malherido y frente al auto de mi hermano Daniel en llamas, era de noche. Ahora el día se había tornado como el lado del que llovía. Me lleve los dedos a mis cienes por un dolor punzante, tenía jaqueca y me envolvía a mi mismo en brazos por un repentino escalofrío que comenzaba desde las plantas de mis pies. Estaba como adormecido. Me sorprendía no haber muerto de hipotermia a esas alturas. Los cristales comenzaban a empañarse por mi respiración acelerada así que con mis manos desempañe la ventana de mi lado, pude ver que era el único auto estacionado en un estacionamiento que no lograba reconocer, a lo lejos se escuchaban los autos pasar con imperiosas ganas y se veían personas caminando con tranquilidad por la acera.

No, no lo había olvidado.

El auto que vi estando en la carretera en medio de toda esa locura jamás se detuvo y yo jamás me quité del camino. Me desmalle antes de poder intentarlo, había perdido tanta sangre que le atribuí mi desmallo a ello; en cuanto reaccioné, me arrastre hasta una de las puertas del coche para, con todas las fuerzas que me quedaban, llamar a alguien, y al oír que alguien bajaba, volví arrastrándome hacia el frente. Tenía un par de zapatos de charol con agujetas negros frente a mis narices, pero no apuntaban hacia mi, me daban la espalda. Intente llamarle pero de mi boca no salía nada. Estaba demasiado débil como para levantar mi cabeza y mirarle, pero sus pantorrillas eran delgadas, con algunos vellos largos y calcetas de diferentes colores. Oh, claro que las recuerdo. Una color violeta y la otro azul con franjas amarillas. Sin verle el rostro ya sabía que se trataba de una chica. Una chica que en cuanto mis dedos estuvieron en contacto con su delicada piel blanca me soltó un golpazo que me dejó inconsciente otra vez. Pero ahí estaba, al parecer la desconocida salvaje me había mostrado misericordia. Apostaba estar dentro del auto que momentos atrás amenazó con matarme de una vez por todas, y mi verdugo no estaba para mostrarme su cara. Pero yo no podía quedarme ahí. La chica loca me había llevado a mi y no a mis hermanos. Necesitaba saber que estaban bien.
Necesitaba respuestas. O estaba herido o estaba sano, o estaba vivo o estaba muerto. No quería un término medio, no quería seguir así.
Sentía con seguridad que al fin había "despertado" y no iba a volver a dormir.

Tome la manija y salí. Al poner un pie en la tierra una sensación incómoda me invadió, mi calzado se sentía empapado. Sin contar que me dolía el cuerpo entero. Levanté mi mirada y vislumbré un edificio de cinco pisos con paredes blancas y un letrero enorme que decía "Hospital General de Otangate".

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