CAPÍTULO SEIS

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C a p í t u l o   s e i s

Silencio.

Tanto como el que posiblemente existe en las profundidades del océano, en el punto más profundo de las fosas de las Marianas en el océano Pacifico.
Mi respiración entrecortada era la única melodía después del mayor grito de mi vida. Sentía que me sería imposible volver a hablar después de ello.

Perdido en la negrura de mis párpados cerrados, una risa. Una risa triste.

Al abrir la puerta del auto salté al vacío. No podía entenderlo. Estaba despierto hace unos minutos, ¡el dolor había sido tan real!

El corazón me dio un brinco; momentos atrás me encontraba dentro del coche de mis padres, con tanta sangre encima que me era imposible recordar el color de mis jeans. Había ocurrido un accidente, y lo había provocado yo. Era culpa mía, solo mía. Y lo peor es que no podía recordar nada. Nada más que pesadillas revueltas, tan reales que me costaban distinguirme a mi como un simple sueño. Lo que hubiera dado por no haber despertado en mi pellejo sentado en el asiento del piloto, era un cobarde. Y mis hermanos... más les valía estar vivos porque si no, ¡si no!... si no, no valdría la pena que yo lo estuviera. Aunque en aquellos momentos nada parecía tener sentido de cualquier forma.

Había sido una noche de locos. Cuando verdaderamente estaba seguro de haber tenido una pesadilla (y haber despertado en otra pero al fin y al cabo estaba despierto) después de abrir la puerta del coche esperaba que mis piernas adoloridas tocaran el suelo. Había hecho un esfuerzo inescrutable para salir de ahí, pero me había lanzado a un abismo al que no le veía forma y había cerrado mis ojos ante la amenazante advertencia de que caería en cualquier momento. Nunca lo hice. Y al abrir mis ojos no había tierra a la vista; me sentía un náufrago sin nave, un astronauta flotando en la penumbra del espacio.

Literalmente.

Quiero decir, de verdad estaba flotando, ¡Parecía una locura! ¡Flotaba! Dios mío ¿Cómo era eso posible?

¡Qué clase de sueño era ese! ¿Estaba drogado?

No, no. Todo menos eso. Seguía dormido, tenía que estarlo. O muerto.

Me pellizque un brazo e instantáneamente desee no haberlo hecho, pues afrontar la realidad siempre es peor que aceptar una mentira. Quería que fuera mentira. Mi brazo reaccionó al dolor, lo sintió. Lágrimas se deslizaban incontrolables e inconsistentes por mi cara. Eso solo significaba que no había un significado aún. Que me había vuelto verdaderamente loco, había perdido finalmente la cordura. La noche apenas estaba comenzado y era la más larga en toda mi existencia.

Sin saber que hacer tan solo quedé flotando de cabeza, no había gravedad, no más blanco, solo negro.

Espera, no solo eso.

Había una risa. Una risa triste.

¡Ah, es que si me fuera posible explicarlo con mi propia voz! ahora te preguntarás, ¿Cómo suena una risa triste? Créeme que yo tampoco había escuchado una así en mi vida y tal vez me estaba tocando escucharla en mi muerte; hizo que mis vellos se erizaran. Era una risa que no llegaba a crear una carcajada; repetitiva, corta y que finalizaba con un bisbiseo, casi como si el sonido se perdiese en su garganta una y otra vez. Un disco rayado. Era como cuando uno se ríe de un chiste que no tiene gracia para no desencajar. O como cuando uno encuentra hilarante algún momento en medio del llanto. Tan solo por tratar de explicarlo...

—¿Quién anda ahí?

No hubo respuesta, más sin embargo, la risa se intensificó, casi cínica.

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