Capítulo IV: Ruptura dolorosa

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Por los siguientes días los extremos del ciclo monótono capaz de durar veinticuatro horas sin variación alguna, comenzaron una marcha a paso veloz. El reloj, sin permiso del tiempo, se tomó la atribución de acelerar el transitar de sus manecillas y el calendario, sin suficiente valentía como para decirle a su amigo que cesara su ágil andanza, prefirió seguirle la travesura.

Puede parecer muy poético, pero la realidad es que las jornadas, por alguna extraña razón, comenzaron a irse bastante rápido.

Dejé de recibir las provechosas cartas que estaban llegando.

Sara y yo comenzamos a quedar para repasar en la biblioteca del pueblo; nunca me dijo por qué ya no podíamos hacerlo en su casa. Cada día tenía que resistir ver cómo su relación con Sergio se estrechaba, hasta llegar a hacerse novios.

Chis ya no era como antes y Me comenzaba a extrañar a su amiga. A Ricardo le pasaba algo parecido, pero él no tenía ningún contacto con quien, una vez, consideró como un hermano. A pesar de esto, Ricardo y Me continuaban con su amor y al supuestamente inconmovible muchacho cada vez se le veía más enternecido junto a su nueva novia.

No sabía si era por estrategia, pero parecía que el director me tenía como amigo íntimo, incluso por algunos momentos se me olvidaba lo furioso que podía llegar a estar. La secretaria se comportaba conmigo de igual manera. Los obsequios y beneficios del saber comenzaron a llegar enseguida (y no de la mejor manera).

— ¡Yo lo que quiero es saber de dónde tú estás sacando todo esto!

—Tía, por favor, cálmate.

— ¿Que me calme? ¡Cómo vas a querer que me calme! Estoy viendo que estás trayendo a la casa mochila nueva, zapatos nuevos, ropa nueva y no sé cómo has lo conseguido. ¡Te voy a dejar algo muy claro, Alex! Puede que yo no te pueda dar tantas cosas materiales como tú mereces, pero nada de eso vale más que la tranquilidad, la paz y el poder descansar sabiendo que estás haciendo lo correcto —transpiró su indignación de todas las formas posibles.

Lo notaba en su voz, en su cuerpo, en su cara y, sobre todo, en sus ojos que cada vez resistían menos el peso de sus lágrimas.

Sí, comenzó a llorar y mi corazón se engurruñó y terminó quebrando.

—Jamás haría algo que te dañara —le aseguré.

—Desafortunadamente creo que ya lo estás haciendo.

—Ya te lo dije, he estado teniendo muy buen comportamiento en la escuela, alcanzando las mejores calificaciones y el director decidió recompensarme con estos regalos. Sabe de nuestra situación económica y dijo que lo aceptara como donación.

— ¿Pero me crees tan tonta como para interiorizar tus palabras y quedarme tranquila con ellas? Lo que me dices no tiene ningún sentido. Mañana organizaron una reunión con los padres, así que, cuando termine, hablaré con él.

—Pero no es necesario.

— ¿Entonces hay algo que me quieras contar?

—No.

—Pues está decidido y la discusión se ha terminado. Me voy a descansar que es tarde. Tengo dolor en el pecho y me está costando respirar. Dios tenga misericordia de mí.

—Pero ¿es mucho?

—No, no te preocupes. Estaré bien, pero estaría mejor si no me dieras estas preocupaciones —me dijo mientras me dirigía una mirada agotada.

—Te quiero —le recordé.

—No solo es decirlo. También hay que sentirlo.

—Sabes que te lo digo de verdad.

Gigantes en guerra [Completa] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora