Capítulo 1: Un Ave

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Siete de Octubre de 1991; Buenos Aires, Argentina.

...

Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé.

Eso cantaba mi padre antes de ir al trabajo. Escuché las estrofas del cambalache cada mañana durante diecinueve años, sin prestarle especial atención a lo que decía.

Pero al final, por las malas, aprendí que el tanguero Discépolo tenía toda la razón. Y todo empezó ese día. El día en el que lo conocí a él.

Me subí en la patrulla con el oficial Gómez. Me dijo que me iba a dejar sola a unas cuadras del lugar al que nos habían enviado, ya que él tenía que ir a buscar unas cosas. Eso de que fuera uno solo de nosotros era algo poco recomendado, pero si él tomaba esa decisión imaginé que sería totalmente seguro.

Para cuando me bajé del vehículo eran las siete, u ocho, de la tarde.

Las calles estaban completamente deshabitadas. A esa hora solía llover, así que no me extrañó la ausencia de movimiento.

Me sentía bien. El aire fresco en mis pulmones, la esperanza de que ese fuera un nuevo comienzo para mi carrera.

Tras caminar poco más de un minuto, ahí estaba. Una casa pequeña, antigua. Tenía una puerta metálica, cuyo óxido se ocultaba bajo capas desgastadas de pintura negra.

Había un timbre... O más bien el lugar donde podría haber un timbre. Pero faltaba el botón. El procedimiento era simplemente llamar a la puerta, y ver si todo estaba bien ahí dentro. Así que golpeé la entrada con mis nudillos, y esperé por alguna respuesta.

No la hubo. Así que golpeé de nuevo.

Nuevamente, nada.

Pero antes de poder golpear una tercera vez, alguien posó su mano sobre mi hombro. Mi primer impulso, claro, fue darme vuelta. Al hacerlo, me encontré con un hombre de aspecto muy poco convencional, parado demasiado cerca mío.

Iba de traje y corbata. Todo negro, excepto por una camisa blanca.

—Disculpe... ¿Puedo ayudarle en algo? —pregunté.

—De hecho, si.

Su voz era grave, profunda y ronca. Su respuesta sonó desencajada, así como su presencia.

Me sentí intimidada. Y no es que el hombre se viese muy grande, es más, probablemente no medía más de un metro setenta... Es solo... La forma en la que me miraba o... no sé. Sabía que algo no estaba bien con él.

—¿De qué se trata?

Tras preguntar, noté algo presionándome la boca del estómago con fuerza, por debajo del uniforme. Era algo metálico, estaba helado. Y en el centro del objeto había una... apertura.

Se trataba del cañón de una pistola.

La sangre se me heló al instante. El horror se apoderó de mí. Sentí como mis piernas se debilitaron y casi pierdo el equilibrio. Mi corazón latía con fuerza exagerada, y el aire me faltaba.

La expresión del extraño se mantuvo tremendamente seria.

—De momento, le voy a pedir que entre a la casa —dijo, mientras que con su mano derecha introducía una llave en la puerta.

Mire hacia abajo, y vi ahí su mano izquierda. Llevaba guantes de cuero, sin duda delgados. Y en ella empuñaba una pistola cuyo modelo no pude identificar en la oscuridad, pegada a mi abdomen.

El hombre abrió la puerta. Hizo un gesto, dándome a entender que debía darme la vuelta y caminar dentro.

Hice caso. Me tranquilizó por un segundo no sentir el arma presionando mi vientre, pero luego la colocó contra la zona baja de mi espalda. Apenas sentí la pistola contra mi columna pude notar un escalofrío viajando a través de todo mi cuerpo.

La División ZafiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora