Capítulo 12

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Desaparecido

Marta levantó la cabeza de la almohada al sentir los leves golpes en la puerta de su
habitación. Se había acostado temprano para leer y distraer la mente de la
incertidumbre que sentía sobre Sergio y se había quedado dormida casi de inmediato
con el libro caído sobre el pecho. Las noches de insomnio se sucedían una tras otra,
incapaz de comprender la actitud empecinada de él y su móvil siempre apagado la
llevaban a veces al enfado y otras a la inquietud. Los golpes la sobresaltaron.
—Pasa —dijo aún adormilada.
Inma entró en la estancia, y solo ver su cara demudada a Marta se le disipó el sueño
y se le paralizó el corazón. Llevaba el teléfono inalámbrico en la mano y se lo tendió
diciendo:
—Es Susana.
El corazón le empezó a latir a mil por hora, se sentó de golpe en la cama y con mano
temblorosa lo agarró y se lo llevó al oído.
—Dime, Susana. ¿Qué ocurre?
—Cariño… iré al grano —dijo esta con voz grave y muy tensa, como a punto de
romperse—. El barco de Sergio ha desaparecido.
Marta respiró hondo y preguntó con un hilo de voz.
—¿Qué quiere decir que ha desaparecido?
—Dejaron de tener contacto por radio con él hace días. Estaba en el Índico, cerca
de las costas de Somalia, y de repente desapareció de los radares y no han vuelto a
tener ninguna noticia, ni señal.
—¿Se trata de un secuestro?
—No lo saben. Pudo haber naufragado, aunque no consta ninguna llamada de
socorro ni por avería ni por mal tiempo. El apresamiento es la primera opción que
barajan pero tampoco se ha recibido ninguna petición de rescate. Es como si se lo hubiera tragado la tierra. Al menos eso es lo que nos han dicho. Fran está moviendo
algunos hilos y tirando de contactos para ver si nos cuentan algo más.
—Esperemos que sí. Voy para allá, necesito estar con vosotros en este momento.
—Y nosotros contigo.
Apretó el botón de colgar y se quedó mirando el pequeño aparato sin verlo
realmente. Una fuerte presión en el pecho hacia que le costara respirar. Por su cabeza
desfilaron los escasos buenos momentos vividos en la última estancia de Sergio en
Sevilla y la idea de que podría no volver a verle más se coló terrible y desesperada en
su mente.
—No lo pienses, nena. Sergio regresará a casa sano y salvo, estoy segura.
Marta clavó sus ojos azules en los de su madre, llenos de dolor y remordimiento.
—Le dejé irse sin darle un abrazo, me envolví en mi orgullo y tardé demasiado en ir
al puerto, no llegué a tiempo… y ya no sé si podré volver a abrazarle. Si no regresa,
nunca me lo perdonaré, mamá. Nunca —dijo con desesperación.
Inma sabía que Marta tenía razón. La conocía lo suficiente para comprender que
sería así, que su hija arrastraría eso hasta el fin de sus días.
—Volverá.
Marta asintió, se levantó de la cama con la angustia oprimiéndole el corazón y la
garganta, pero incapaz de llorar.
—Me voy a Espartinas, necesito estar con ellos.
—Todos nos vamos a Espartinas, cariño. Tu padre también está haciendo llamadas y
pidiendo información, dale unos minutos y nos marchamos.
Una hora más tarde entraban al salón de la casa de los Figueroa. Susana les recibió
con la cara pálida pero serena; Miriam estaba hecha un mar de lágrimas, sentada en el
sofá con el brazo de Ángel rodeándole los hombros, Fran hablaba por teléfono con
Javier y Hugo paseaba su impaciencia a grandes zancadas por toda la habitación.
Marta se abrazó a Susana y pudo sentir el temblor de esta tratando de mantener la
serenidad y el control. Ella era el pilar de la familia y si se desmoronaba, se
desmoronarían todos.
Por unos instantes ambas mujeres permanecieron abrazadas, tratando de sostenerse
una a la otra, de transmitirse esperanzas y consuelo. Después, se miraron a los ojos y se
entendieron a la perfección. La voz de Inma las sacó de su abstracción.
—¿Se sabe algo más?
—No.
—Voy a ir —dijo Hugo.
—¿Ir a dónde? —le preguntó su madre, volviéndose hacia él.
—A donde sea. A la zona donde desapareció el barco.
—No se sabe exactamente dónde desapareció ni que ocurrió. No puedes hacer nada
Hugo, solo tenerme a mí con el alma en vilo por dos hijos en vez de por uno. Desde
aquí, presionando a las autoridades podemos hacer más que allí.
—Pero es que no puedo estar sin hacer nada.
—¿Quieres hacer algo? Prepara café, va a ser una noche larga.
—No entiendo cómo puedes estar así, tan…
—¿Tan qué, Hugo? Llevé a tu hermano y a todos vosotros dentro de mí nueve meses
y un simple arañazo que os hagáis me duele infinitamente más que si yo tuviera algo
grave. Pero ahora mismo lo único que podemos hacer por Sergio es mantener la calma
y la mente fría, sin importar lo que sintamos por dentro. Ya es suficiente con que tú
estés histérico.
Inma se acercó a Hugo y lo agarró del brazo.
—Vamos a preparar ese café. Y dos litros de tila para ti.
Marta se sentó junto a Miriam, esta le cogió la mano y no hizo falta nada más. Se
conocían lo suficiente para saber exactamente qué estaba sintiendo la otra. Y al fin,
contagiada por su amiga pudo dejar escapar unas lágrimas que aliviaran su angustia,
aunque no su pesar ni sus remordimientos. Esos los llevaría consigo lo que le restaba
de vida, apareciera Sergio o no. Sintiendo las lágrimas correr por sus mejillas ya sin
control, se prometió a si misma que nunca volvería a dejar irse a Sergio estando
enfadados.
Inconscientemente se llevó la mano a la pulsera y recorrió cada una de las conchas
que colgaban de ella. Las conocía todas, sabía en qué momento de su relación habían
sido añadidas. Tocó también el espacio vacío que aún quedaba, esperando llenarse con
nuevas experiencias y momentos, y deseó más que nada en el mundo poder hacerlo.
«Vuelve —suplicó mentalmente tratando de enviarle un mensaje estuviera donde
estuviera—. Vuelve a mí y no habrá nada ni nadie que pueda separarnos».
Fran colgó el teléfono, y Raúl se acercó a él y le dio un fuerte abrazo.
—Javier quiere venir para estar con nosotros. He conseguido que espere un poco
hasta ver si tenemos más noticias.
Acamparon en el salón, cada uno acomodado en un sillón o un rincón del sofá.
Susana e Inma prepararon un tentempié que apenas probaron y la madrugada se cernió
sobre sus ánimos devastados. Ángel se marchó a su casa. Merche que estaba en
Ayamonte, llamaba cada poco rato y la espera angustiosa hizo la noche interminable sin
que hubieran tenido ninguna noticia más. El alba les sorprendió dando cabezadas,
entumecidos y agotados y el sonido del móvil de Raúl les hizo dar un brinco.
—¿Sí? Dime.
El tono grave de su voz hizo a todos aguzar el oído con el corazón desbocado y una
punzada de alarma.
Raúl escuchó en silencio durante un rato y al final cortó la llamada. Todos habían
tenido la vista clavada en él, en cada expresión de su rostro y cada inflexión de su voz.
—Era el secretario del ministro del exterior, me debía un favor y ha estado haciendo
preguntas. El barco ha sido apresado, acaban de informarles. No se sabe nada de los
tripulantes, pero al menos sabemos que no han naufragado.
—Algo es algo.
—El gobierno está haciendo gestiones y mi amigo nos mantendrá informados de
cualquier noticia por pequeña que sea.
—Voy a llamar a Javi —se apresuró Susana a coger el teléfono
—Y yo a la tía Merche —replicó Hugo, necesitado de hacer algo.
Terminadas las conversaciones telefónicas, Susana se volvió a su familia.
—Y ahora, todo el mundo a sus ocupaciones.
—¿Cómo? ¿Pretendes que nos vayamos a trabajar como si tal cosa? —preguntó
Hugo incrédulo—. ¿Tú puedes hacerlo?
—Yo voy a hacerlo, igual que tú. Seamos realistas, Hugo… esto puede alargarse
mucho, y no podemos permanecer aquí sentados inactivos y mirándonos los unos a los
otros durante días… si no meses.
—Tu madre tiene razón —dijo Raúl—. Si están secuestrados las negociaciones para
liberarlos pueden durar mucho… días o incluso meses, como bien ha dicho. El
Gobierno no entiende de familias angustiadas ni impacientes, y el mejor modo de pasar el tiempo es mantenernos ocupados. Por fortuna existen los teléfonos móviles, que nos
mantienen conectados en todo momento, y os prometo que en cuanto sepa algo,
inmediatamente lo sabréis todos.
—De acuerdo —admitió—. Iré a casa a darme una ducha y luego al bar. Imagino que
Inés habrá abierto ya.
—Desayunemos primero, tenemos que comer algo aunque no nos apetezca —dijo
Fran—. Y por favor os pido que luego os marchéis, antes de que llegue Manoli. Esto va
a ser un duro golpe también para ella y está mayor; no le quisimos decir nada anoche
porque se hubiera venido inmediatamente, pero no podemos ocultárselo. Susana y yo se
lo diremos con tacto, minimizando el peligro, pero si os ve a todos aquí se dará cuenta
de la gravedad de la situación.
—Claro.
Media hora después, todos abandonaban la casa con la sensación de haber pasado la
peor noche de su vida.
Cuando Susana cerró la puerta y se volvió, encontró la mirada de Fran clavada en
ella, ahondando en el fondo de su alma.
—Tienes exactamente cuarenta minutos hasta que llegue Manoli —le dijo.
—¿Cuarenta minutos para qué?
—Para derrumbarte. Para llorar y desahogarte.
Ella sacudió la cabeza.
—No voy a derrumbarme, Fran. Tengo que ser fuerte y mantenerme firme… no
puedo venirme abajo.
—Eres fuerte, claro que lo eres. Llevas aguantando el tipo toda la noche a fuerza de
ovarios, pero sé que necesitas sacarlo fuera, lo mismo que yo. Ahora estamos solos, es
el momento.
Le abrió los brazos y Susana se refugió en ellos. Se abrazó a él y fue lo que
necesitaban para que las lágrimas y la angustia aflorasen. Lloraron juntos, aferrados el
uno al otro, por ese hijo al que no sabían si volverían a ver. No se ofrecieron palabras
de consuelo, ni seguridades de que todo iba a salir bien, solo dejaron que las lágrimas
corrieran a raudales y los sollozos escaparan de sus pechos angustiados. Lloraron hasta
que el pecho les dolió, y luego sin decir palabra se separaron, se lavaron la cara para
tratar de borrar las huellas del llanto y esperaron a Manoli para comunicarle de la
manera más suave posible la mala noticia.
Si la noche había sido espantosa para Marta, el día no lo fue menos. Inma le había
insistido para que se fuera a casa y se echara un rato, pero ella necesitaba actividad, no
quería estar sola ni inactiva. Susana tenía razón, intentar centrarse en el trabajo y las
actividades cotidianas era la clave para mantenerse lúcida.
Después de una reconfortante ducha caliente, se fue al despacho. Apenas llevaría
allí un par de horas, le sonó el móvil. La foto de Javier la miraba desde la pantalla.
Respiró hondo y respondió.
—Hola, Javi.
El antiguo diminutivo familiar le salió solo, aunque ya hacía tiempo que había
dejado de usarlo.
—¿Cómo estás? —preguntó con su voz serena y melodiosa.
—Bien… yo… bien.
—Bueno, ya lo has intentado… ahora dime la verdad.
Marta suspiró. ¿Cómo había pensado que podía engañarle?
—Destrozada.
—Eso está mejor. No te he llamado desde miles de kilómetros para que me digas lo
que a todo el mundo. Desahógate conmigo, como has hecho siempre.
Marta sintió que las lágrimas empezaban a fluir de nuevo y se deslizaban
incontenibles por su cara. Deseó que Javier estuviera allí, abrazarle y ocultar la cara en
su hombro como había hecho incontables veces y dejar que la consolara, que le dijera
que todo iba a salir bien. Hacía ya años, desde que empezó a salir con Sergio que no se
permitía un gesto cariñoso con Javier, más que un escueto beso en la mejilla cuando él
llegaba o al despedirse. Pero si le tuviera allí en aquel momento se dejaría abrazar y
acunar en los brazos del amigo sin importarle nada más, y compartiría con él su dolor.
—Me estoy muriendo de angustia y de preocupación, Javi… porque además Sergio y
yo no estábamos bien cuando se marchó.
—¿Qué quiere decir que no estabais bien?
—Hacía más de una semana que ni nos veíamos ni nos hablábamos. Se fue sin que
nos despidiéramos, muy enfadado. Y yo también lo estaba.
—Vaya… eso me cuesta creerlo.
—Y a mí… ¿cómo pude permitir que nos alejáramos de esa forma? Toda una semana
sin verle ni hablarle… ni siquiera iba a ir a despedirle. Al final me decidí a hacerlo,
pero salí demasiado tarde; fui al puerto pero el barco ya se había marchado cuando llegué. Ni siquiera llegó a saber que había ido. Si le pasa algo… si no vuelvo a verlo…
¿Cómo voy a soportarlo? Sergio lo es todo para mí… por mucho que en esta ocasión lo
haya relegado por mi trabajo. Es por eso que nos enfadamos… por eso y porque él
estaba celoso de mi cliente…
—¿Tenía motivos? Mi hermano no es celoso.
—No los tenía, al menos no por mi parte. Puede que Arturo se sintiera algo atraído
por mí, pero yo no… para mí no hay más hombre que tu hermano. Nunca lo ha habido y
nunca lo habrá.
De pronto Marta fue consciente de cómo le estaba hablando.
—Lo siento… no he debido decirte eso. A ti no…
—¿Por qué no? Si es algo que he sabido siempre.
—Pero yo… no quiero hacerte daño… me he dejado llevar por el dolor.
—Ahora mismo, pequeña, el mayor daño que siento es el saber que mi hermano está
apresado por unos desaprensivos y que corre peligro. Y el de que mi mejor amiga está
sufriendo por ello, al igual que mis padres y el resto de mi familia. Y yo me siento muy
lejos y muy solo al no poder compartir este dolor y esta inquietud con todos vosotros.
—Lo siento… de verdad que siento mucho que estés allí, solo.
—No lo sientas, Marta… tú no tienes la culpa.
—Claro que la tengo. Pensabas quedarte y te volviste a marchar.
—Es cierto que me volví porque Sergio y tú empezasteis a estar juntos, en aquel
momento necesitaba poner distancia, pero no es eso lo que me retiene aquí. Hubiera
vuelto al terminar la carrera si no me hubiera atrapado mi trabajo. Me apasiona lo que
hago, la posibilidad de poner mi granito de arena en esta lucha sin cuartel que la
humanidad tiene contra el cáncer. Eso es lo que me retiene aquí, y no otra cosa, Marta.
—¿De verdad?
—De verdad. La sola idea de conseguir un avance compensa el estar lejos de todos
vosotros… casi siempre. No en momentos como este.
—Lo sé.
—Pero quiero que sepas que, aunque a muchos miles de kilómetros, yo sigo estando
aquí, Marta. Para desahogarte, para llorar, y también para reír.
—Gracias, gracias amigo mío. ¿Y tú como llevas lo de Sergio? Joder, estamos aquí
hablando de mí y es tu hermano quien está apresado.
—Estoy fatal, no te voy a mentir. La noche ha sido una auténtica pesadilla desde que
me llamó mi padre para decírmelo. Ya hace casi un año que no le veo… Quería coger
el primer avión y marcharme a España para estar con vosotros, pero él tiene razón, no
hay nada que pueda hacer, salvo esperar.
—Te tendremos informado, no te preocupes.
—De todo, por favor… bueno o malo, no me ocultéis nada.
—Te lo prometo, Javi.
—Gracias.
—No, gracias a ti por llamarme. Me ha hecho mucho bien hablar contigo. Siempre
has sabido cómo hacerme sentir mejor.
—Lo sé. Y ahora te tengo que dejar… pero no dudes en llamarme cuando me
necesites.
—Lo haré. Cuídate.
—Tú también, pequeña. Todo va a salir bien.
Marta colgó y colocando los brazos sobre la mesa de despacho, apoyó la cabeza en
ellos y lloró con un llanto desgarrado y a la vez liberador.

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